18 septiembre, 2020

Presentación

Vamos a ver... Los griegos llamaban enkheiridion a todo lo que, pudiendo tenerse en la mano (en kheirí), fuera fácil de asir y manejar y estuviera disponible. Significaría, por tanto, desde un ramillete de flores hasta cualquier objeto pequeño y leve, intrumento, arma ligera o, también, vademecum siempre a punto para prestar auxilio. De eso trata este blog. Vale

17 septiembre, 2020

HORACIO, EPISTOLAS I-2 a Máximo Lolio

Mientras tú, Máximo Lolio, declamabas en Roma, yo he releído en Preneste al poeta de la guerra troyana; y lo que es decente y lo que es deshonroso, y lo que es útil y lo que no lo es, lo dice con más claridad y mejor que Crisipo y que Crántor. Escucha por qué así lo creo, si tu atención no la reclama otro asunto.


La fábula que cuenta cómo, por los amores de Paris, Grecia se enfrentó a la barbarie en un duelo tan largo, recoge las ven­toleras de reyes y pueblos estúpidos. Propone Antenor acabar con la razón de la guerra; ¿y qué dice Paris?: que no se lo puede obligar a reinar en paz y a vivir felizmente. Corre Néstor a arreglar las querellas entre Pelida y Atrida; al uno lo inflama el amor, y a los dos a un tiempo la ira. Siempre que desvarían sus reyes, son los aqueos los que se llevan el golpe. De sedición, de engaños y crímenes, de concupiscencia y de ira, mucho se peca dentro de Ilión y fuera de ella. En cambio, de lo que puede el valor y la sabiduría, nos propuso Homero un buen ejemplo: al prudente Ulises, que tras dominar a Troya fue a ver las ciudades y las costumbres de muchos pueblos, y sufrió en el ancho mar mil fatigas, por lograr el regreso para sí y para sus camaradas, sin hundirse en las olas de la adversidad. Lo del canto de las sirenas y lo de las copas de Circe lo sabes: si, necio y ansioso, igual que sus compañeros, se las hubiera bebido, habría quedado a merced de aquella ramera, deforme y embrutecido, llevando una vida de perro asqueroso, o de cerdo que se refocila en el fango. Nosotros somos del montón, nacidos para vivir de la tierra; zánganos que rondan a Penélope, juventud de Alcinoo, ocupada más de la cuenta en cuidarse el pellejo, para quienes estaba muy bien dormir hasta el mediodía y hacer venir al son de la cítara el sueño atrasado.

Para degollar a un hombre los bandoleros se levantan de noche; ¿no te despiertas tú para salvarte a ti mismo? En todo caso tendrás que correr; si no quieres hacerlo cuando estés sano, lo harás cargando con tu hidropesía. Y si antes de que se haga de día no pides un libro y con él un candil; si no aplicas tu mente al estudio y a lo que vale la pena, la envidia o el amor te torturarán sin dejarte dormir. ¿Por qué te das tanta prisa en quitar lo que te hace daño en un ojo, y en cambio, si algo te come el alma, dejas la cura para el año que viene? El que ha empezado ya ha hecho la mitad del trabajo; ¡atrévete a ser sensato: empieza! Quien da largas al momento de ponerse a vivir como debe, hace lo que el paleto que esperaba a que el río pasara; pero el río corre y correrá rodando por siempre.

Se busca el dinero, se busca una esposa fecunda para criar hijos, y con el arado se amansan bosques incultos; a quien le haya dado la suerte lo que es suficiente, nada más ambicione. No hay casa ni finca, ni montón de bronce y de oro que expulsen del cuerpo de su amo las fiebres ni de su alma las cuitas. Conviene que el propietario tenga buena salud, si piensa disfrutar a su gusto de las riquezas logradas. Al que ansia o al que teme, de tanto le valen casa y riqueza como al cegato los cuadros, las cataplasmas al que sufre de gota, o las cítaras al que está mal del oído porque se le ha acumulado el cerumen. Si el vaso no está bien limpio, se pica cuanto eches en él.

Desdeña los placeres, que el placer que con dolor se paga hace daño. El avaro siempre anda escaso; pon un límite firme a tus ambiciones. El envidioso adelgaza por el éxito ajeno; los tiranos de Sicilia no hallaron tortura mayor que la envidia. Quien no controle la ira, deseará que no hubiera ocurrido lo que le aconsejó el rencor de su alma, al apresurar el castigo violento por su odio y su afán de venganza. La ira es una pasajera locura; domina tu ánimo, pues si no te obedece, te manda; sujétalo con frenos, sujétalo con cadenas. El domador enseña al caballo cuando su cerviz todavía está tierna a ir por donde el jinete le indica; el cachorro de caza, sólo después de ladrarle al pellejo de ciervo en la perrera, milita en los montes. Ahora, cuando eres joven, empapa tu pecho puro de estas palabras; ponte ahora en las manos de los hombres más sabios. Los aromas de los que se impregnó siendo nueva, el ánfora los guardará largo tiempo. Y por si te quedas atrás o bien, lleno de afán, te adelantas, no aguardo yo al rezagado ni me echo encima de los que van por delante.

11 diciembre, 2018

El Café de Ocata: Sobre la instrucción directa

El Café de Ocata: Sobre la instrucción directa: A medida que hemos ido cargando sobre las amplísimas espaldas de la escuela más y más objetivos, hemos ido perdiendo de vista el objetivo q...

07 febrero, 2018

¿Qué significa ser liberal en nuestro siglo?

Compasión y misantropía. Un apunte sobre el liberalismo
¿Qué significa ser liberal en nuestro siglo?

Nos preguntamos qué significa ser liberal en nuestro siglo. Por mi parte, diré que el significado irreductible del liberalismo me sigue pareciendo el mismo hoy que en los siglos XVII y XVIII: ser liberal es sostener de forma conjunta dos críticas que permanecen inalteradas desde entonces: por un lado, la crítica antiabsolutista; por otro, la crítica antiestamental. Si tiramos de estos dos hilos, creo que encontraremos todos los debates que normativamente interesan a cualquier persona de convicciones liberales.
De la crítica antiabsolutista nace la idea del respeto a la autonomía de la voluntad de las personas y del gobierno constitucionalmente limitado como mejor medio para proteger esa autonomía. Lo único que ha cambiado en cuatro siglos es que hoy sabemos que con la llegada de la democracia el peligro del absolutismo no prescribe, dado que este lo puede encarnar tanto el monarca –el rostro del soberano que conocieron los primeros liberales– como la propia sociedad en su conjunto, cuyo poder puede ser en ocasiones tan liberticida como el de cualquier autócrata del pasado. Dicho de otro modo, hoy podemos asegurar que cuando el gobierno se hace democrático y la soberanía reside en el pueblo, ni el principio de la limitación del ejercicio del poder sobre los individuos, ni la cuestión práctica de dónde colocar el límite, pierden una pizca de su importancia. Es más, como advirtieron tempranamente pensadores liberales como Mill o Tocqueville, los medios que la mayoría tiene a su alcance para tiranizar al individuo pueden ser más formidables y opresivos, por ubicuos, que los que tuvo a su disposición cualquier monarca absoluto de antaño.
La segunda crítica, decíamos, es la antiestamental. Es decir, la lucha contra los privilegios de cuna que el Antiguo Régimen había santificado y que impedían la libre circulación del talento en sociedad y lo que hoy llamaríamos el libre desarrollo de la personalidad o de las capacidades de cada uno. Frente al estamento o el colectivo, el liberalismo pone el énfasis en el individuo, cuya esfera de actuación no puede quedar limitada por el factor accidental de su nacimiento. De nuevo, hoy sabemos que tanto los privilegios como las situaciones de exclusión de facto encuentran la manera de reproducirse en las sociedades democráticas que consagran la igualdad formal ante la ley. Y estamos también sobre aviso de que los factores accidentales que se erigen en pretexto para levantar barreras en la sociedad van más allá de la clase social adjudicada al nacer. Sexo, raza, religión, lengua u origen nacional son también marcadores que, sutil o abiertamente, pueden ser alegados para reproducir viejos esquemas de subalternidad y privilegio. En cada uno de estos casos, el credo liberal demanda adoptar una actitud antiestamental, es decir, individualista, es decir, antidiscriminatoria.
Si la crítica antiabsolutista hace que el liberalismo se mantenga a una distancia prudencial de la democracia, receloso de la propensión al absolutismo de las mayorías, la actitud antiestamental tiende a cancelar esa distancia y lo aproxima a doctrinas igualitaristas como el socialismo. Este es el liberalismo que va, podríamos decir, de Payne a Sen, y que considera que una situación de privación material o de pobreza extrema es, al cabo, tan destructiva de la libertad personal como un poder político incontrolado.
Nótese, de cualquier manera, que en ambos casos la preocupación primordial es la misma, esto es, asegurar la esfera de libertad donde el individuo podrá desarrollar sus capacidades o gustos. El liberalismo es algo, por tanto, que tiene que ver con la libertad, convertida en el ojo de la aguja por donde todo pensamiento liberal debe poder pasar. Esta afirmación no parecerá trivial si reparamos en que asume algo como presupuesto que está lejos de ser axiomático: que los hombres y las mujeres somos libres. Para explicar la distancia que en este aspecto nos separa de los primeros liberales, permitidme ahora traer un inciso de uno de las obras más conocidas del canon liberal, La carta sobre la tolerancia de John Locke. No se trata de un paso famoso, sino apenas de un inciso que me llamó la atención en una reciente relectura. Se trata de la definición de iglesia que da Locke al inicio de su Carta (los énfasis míos):
«Estimo que una Iglesia es una sociedad voluntaria de hombres, unidos por acuerdo mutuo en el objeto de rendir culto públicamente a Dios de la manera que ellos juzgan aceptable a Él y eficaz para la salvación de sus almas. Digo que es una sociedad libre y voluntaria. Nadie nace miembro de una Iglesia»
Aquí lo que me llamó la atención fue el reiterado y rotundo uso del calificativo voluntario para referirse a la pertenencia a una iglesia. Y me llamó la atención porque esa es una rotundidad que hoy no puede permitirse un liberal enterado de los debates de su tiempo, que han puesto bajo asedio la propia noción de libre albedrío. Para nosotros la libertad es un concepto controvertido que seguramente no exista en el sentido que le daban los primeros teóricos del liberalismo, esa voluntad completamente autodeterminada de la que hablaba Kant. Sabemos que nuestro libre albedrío, en caso de que realmente exista, está continuamente hostigado por nuestra biología y perimetrado por nuestras circunstancias sociales y que, si bien parece cierto, como sostiene Locke, que no nacemos miembros de ninguna iglesia, ello no obsta para que rápidamente seamos socializados en creencias y valores, en hábitos mentales que nos condicionan en medida que todavía no sabemos calibrar con exactitud pero que, en todo caso, ponen en entredicho que nuestros actos sean cabalmente libres.
Si esto fuera así, si nuestra sospecha hacia los fundamentos de nuestra conducta fuera tan fuerte como para afirmar que no hay en el mundo más que implacables relaciones sociales e invencibles instintos biológicos, ciertamente tendría poco sentido seguir hablando de liberalismo. Sin capacidad de elegir, todo el edificio de la autonomía individual se viene abajo. Afortunadamente, los liberales son dados al pragmatismo y no se dejan paralizar por tremendismos metodológicos. Es decir, para nuestros propósitos, que es el de regular la convivencia, no nos debe quitar el sueño saber si existen o no en este mundo los actos libres. Porque frente al inverosímil acto completamente autodeterminado, el acto libre, tenemos el probable acto voluntario, que es el acto que no se manifiesta como fruto de una coacción física, un acto que es empíricamente detectable. Un acto voluntario en el siglo xvii era el de pertenecer a una iglesia reformada, una de esas sectas protestantes que se habían puesto de moda en la época de Locke. Pero nosotros podemos extrapolarlo a cualquier plan o concepción de la vida buena vigente en el año 2017, plan o concepción que un liberal se siente obligado a respetar en tanto no aparezca marcado por ninguna señal de violencia, esto es, nos parezca voluntario, y no altere el orden público, esto es, no violente el orden legal que maximiza la libertad de todos.
Lo que quiero expresar con esto es que el liberalismo es una doctrina que no tiene o no debería tener ambiciones epistémicas fuertes –es política, no metafísica, como diría Rawls– y que, por tanto, se conforma con que los actos aparezcan revestidos de una apariencia de libertad, es decir, sean voluntarios. Esto implica que ante una conducta que no comprendemos la actitud por defecto del liberal es la del respeto. Respeto no significa candidez. El liberal puede sospechar en la extraña conducta de otros la existencia de una fuerte heteronormatividad distante del ideal de autonomía. Pero esa sospecha no le hace sentir el deseo de correr a liberar a una persona de sí misma. Lo que me lleva a mi definición preferida de liberal, que creo que es de Stendhal:Ser liberal es no enfadarse por las manías de los demás. En consecuencia, el liberal se prohíbe a sí mismo la libertad de moldear desde el gobierno o el parlamento el carácter de los ciudadanos. Y no es que el liberal ignore las ventajas de todo tipo que ofrecen los ciudadanos virtuosos, sino que entiende que ese aprendizaje de la virtud debe dejarse en buena medida a la esfera privada. En lugar de pensar que las personas han de ser mejoradas para que puedan ser libres, el liberal cree en la libertad como condición de nuestro automejoramiento. Mantiene con la virtud una relación análoga a la que tiene con el conocimiento: un cierto optimismo en que será el libre intercambio de ideas, y no el establecimiento de un credo o un catecismo oficial, el que haga prosperar la virtud y saber.
Si las manías de los demás no enfadan a los liberales, cabe preguntarse qué es lo que les enfada entonces. Saber cuál es su mal absoluto, su summum malum, es a veces una guía más eficaz para entender la entraña de una doctrina política que un prolijo tratado sobre sus bienes y valores. Sabemos, por ejemplo, que a los conservadores les saca de quicio el desorden, y que los socialistas detestan, por encima de todo, la desigualdad. ¿Qué es lo que no puede aguantar el liberalismo? Bien, yo diría que lo que más molesta a un liberal, deducible por cuanto llevamos dicho, es la arbitrariedad. Arbitrario es aquello que se sustrae a la razón o a la ley y se funda en el capricho o voluntad del poderoso, esto es, aquello que nos devuelve al mundo del autócrata contra el cual el liberal se rebeló. Dado que, en su grado máximo, la arbitrariedad se convierte en crueldad, me gustaría acabar proponiendo una clase de liberalismo para nuestros días que hiciera precisamente de la crueldad su némesis, su bestia negra, su absoluto contradictor.  
Hacer del liberalismo la doctrina que combate contra la crueldad no es una idea mía, sino de una pensadora americana de origen centroeuropeo, una de mis últimas mentoras, una figura importante del pensamiento político del pasado siglo, acaso injustamente olvidada hoy. Se llama Judith Skhlar, y es autora de dos libros que considero muy valiosos, como son Los rostros de la injusticia y Vicios Ordinarios. Pues bien, esta pensadora acuñó un concepto de liberalismo muy claro, muy intuitivo y muy eficaz. Dice Skhlar:
«El liberalismo es la doctrina que sostiene que cada persona adulta debe ser capaz de tomar, sin miedo y sin favor, tantas decisiones efectivas sobre su vida sean compatibles con la libertad de igual tipo de los demás».
A esto Skhlar lo llama liberalismo del miedo, porque, frente al liberalismo de los dere-chos, que es el liberalismo estándar, aquí lo capital es evitar el miedo en las personas. Es decir, el énfasis se pone en prevenir una cierta disposición fisiológica, la más corrosiva de todas y no tanto en facilitar o habilitar una serie de facultades. El liberalismo del miedo es por entero compatible con el liberalismo de los derechos, cuyo máximo representante contemporáneo sería Rawls –compañero de claustro en Harvard de Skhlar– pero mantiene una prioridad lógica respecto de este, en tanto los derechos no serían sino uno de los expedientes con los que el liberalismo intentar prevenir el miedo en sus ciudadanos, porque cuando uno está seguro de sus derechos, entonces no tiene miedo.
Me parece un enfoque interesante, porque en general prefiero doctrinas que sean capaces de proporcionar a sus ciudadanos una pauta ética sencilla, intuitiva, y eficaz a doctrinas más elaboradas que traten de explicar, no cómo debemos conducirnos los unos con los otros, sino cómo debe estar diseñada la sociedad para que esta sea justa, que es lo que pasa con los liberalismos de los derechos. Estos terminan por depender de experimentos mentales (desde el velo de la ignorancia de Rawls o la subasta de derechos de Dworkin, o la propia y fundadora idea del contrato social) que inevitablemente dejan cabos sueltos, abriendo la puerta a bizantinas discusiones que buscan evitar que la doctrina sea defectiva. En cambio, un principio intuitivo como el de evitar que las personas vivan con miedo me parece una afilada navaja capaz de cortar nudos gordianos que de otra manera resultan esquivos. Un principio que hace cierta la promesa de que el liberalismo debe ser una doctrina eminentemente práctica y no metafísica.
El mandato de precavernos del miedo tiene además la virtud de devolver al liberalismo a sus orígenes humanitaristas. Porque no debemos olvidar que la defensa de la libertad de conciencia en la obra de los fundadores del credo liberal no era una preocupación teórica, sino estrictamente humanitaria. Locke, Voltaire o Montesquieu eran personas que habían visto arder a personas en las plazas de sus ciudades por causa de su fe. No es que un día decidieran que la libertad religiosa era una construcción teórica plausible. Lo que pasaba es que querían evitar el sufrimiento y el miedo a sus coetáneos, cuyos gritos de dolor en el cadalso no habían sido capaces de olvidar.
Este, me parece a mí, sigue siendo un buen motivo para ser liberal: que nadie viva con miedo. Y si ahora retomamos el comienzo de nuestra exposición, vemos cómo esos dos hilos que hemos dicho son como la trama y la urdimbre del liberalismo, la crítica antiabsolutista y la crítica antiestamental, desembocan en una aparente paradoja: que el liberalismo descansa en una psicología que es a la vez misantrópica y humanitaria o compasiva.
La misantropía nos induce a creer que cualquier persona, por recta o proba que nos parezca, tarde o temprano abusará del poder que le sea delegado, y que por ello siempre es necesario limitar constitucionalmente a los gobiernos, también cuando son electos. Con las relaciones horizontales de poder rige la misma prevención: es dudoso que el respeto mutuo brote espontáneamente del corazón de los hombres, y son por ello necesarias leyes coactivas que regulen la convivencia. Este prudente escepticismo no comporta, debo aclarar, una antropología esencialmente pesimista sobre la naturaleza humana, sino un juicio prudente sobre la facilidad con que la pasión puede ocupar el papel de la razón en la vida colectiva: «Si todos los atenienses fueran como Sócrates, la asamblea ateniense seguiría siendo un tumulto», observa Madison. Tentación absolutista y deriva tumultuaria son riesgos siempre presentes, que invitan a repartir bien los poderes y centros de decisión. 
Pero junto a este componente misántropo, existe una disposición compasiva que desea evitar los efectos corrosivos del miedo en las personas, porque si queremos que todos puedan desarrollar con libertad sus capacidades o gustos, el primer requisito es poder vivir sin la pesada argolla del miedo. Ciertamente hoy no tenemos miedo a ser quemado en la plaza pública por herejes, pero hay innumerables fuentes alternativas de temor que ponen plomo en nuestras alas. Vive con miedo quien tiene su integridad física amenazada, vive con miedo quien no se somete a una coacción identitaria, y vive con miedo quien carece de recursos suficientes para afrontar, en solitario o en familia, el negocio ordinario de la vida. Si la pobreza es un mal es precisamente por eso, porque aniquila la confianza de las personas obligándolas a vivir con miedo. En todos esos frentes el genuino liberal se sabe, hoy como ayer, emplazado, y en todos estos frentes, el liberal se enfrentará a dilemas y casos difíciles sin soluciones fijas. A falta de manuales, buenas son las linternas.  


29 agosto, 2015

RSF

(El Despreciable) El mitin electoral reaviva mis prejuicios contra la democracia de partidos. Todos ven la abyección de los oradores, pero nadie la del público. Si éste en los toros es el Respetable tan sólo porque puede aplaudir o pitar y abuchear, se vuelve el Despreciable allí donde no caben más que los aplausos y las aclamaciones. Si a una frase del orador alguien dijese «¡No, eso no!», sería acallado o tal vez hasta expulsado como intruso. El supuesto forzoso de la unanimidad incondicional convierte todo mitin en una práctica fascista: el local se transfigura en una Piazza Venezia, donde cualquier partido es «partido único». Una contienda electoral no disuelta en el tiempo sino concentrada en fechas extrema en cada partido lo que es puro instrumento de victoria, ahogando la diferencia en la otredad del «conmigo o contra mí», y trocando el continuo móvil, modulable, de la diversidad en la tajante discontinuidad del «todo o nada», de la que inevitablemente se deriva esta abominación de la unanimidad y la incondicionalidad que infecta de fascismo a los partidos. El que, como en las democracias, haya varios se queda en una situación fáctica sin duda más benigna para la mera vida, pero ni quita para que cada uno de ellos sea en sí, dentro de sí, partido único ni comporta, por ende, ninguna mejoría para la inteligencia de las gentes y la objetividad de la opinión política, ni aún menos para la dignidad, la animación y hasta la estética de una por lo demás casi inexistente vida pública. En cuanto a los que acuden a los mítines, tal vez la cotidiana catarata de aplausos al dictado de la televisión colabore no poco en atrofiar cualquier resto de orgullo, de sensibilidad y de vergüenza, para que –olvidada ya la «adhesión inquebrantable» de cuando entonces, como dice, felizmente, Umbral– no sientan la indignidad de someterse a nuevas ceremonias que no admiten más que aplausos fervorosos y ardor aclamatorio.

Rafael Sánchez Ferlosio, Campo de retamas

07 marzo, 2015

El mañana es cosa del ayer


Desde luego, es posible que no suceda tal cosa y todo siga como siempre, ¡el nuestro es un país tan conservador por la derecha y por la izquierda! Pero también pudiera ser que asistiéramos a uno de esos inesperados cambios de régimen a los que estamos acostumbrados sin que ni siquiera lo advirtamos. No me refiero, por supuesto, a la emergencia de Podemos. La primera vez que les vi en pantalla se cogían por los hombros y se balanceaban cantando una canción de Lluis Llach que ya era cursi cuando triunfaba entre los colegiales de hace 50 años. Un partido revolucionario que usa como música de fondo a la Sarita Montiel del separatismo catalán no puede llegar muy lejos. Ganarán elecciones, pueblos y presupuestos, pero no añadirán ni una sola idea al coro político español. Fantasmagoría sin cerebro.
A lo que me refiero es a la fatiga de los materiales lingüísticos. Fue Víctor Klemperer en su fascinante La lengua del Tercer Reich (hay una selección en la editorial Minúscula) quien dio cuenta de cómo se iba corrompiendo el lenguaje y hasta qué punto las expresiones cotidianas ya no tenían ningún sentido a medida que los nazis avanzaban sus posiciones. En aquel caso un hecho sin precedentes, el ascenso de una fuerza política demente, estaba en la raíz de la transformación, algo que de un modo más ligero y trivial se está produciendo en Cataluña. Pero no es preciso que haya un suceso concreto detrás de esa fatiga lingüística, puede venir por el puro hastío. Y ese es el caso, creo yo, de la España actual.
Si uno repasa la terminología política se encuentra con grandes desiertos de sentido punteados por charcas de chifladura. Muchos políticos, sobre todo los amenazados por el desprestigio, el tribunal o la pura desnudez cerebral, dicen constantemente que lo que hacen es “profundamente democrático”, o bien sólo “democrático”. Nadie podría adivinar qué quiere decir esa palabra en boca de un defraudador, un evasor de impuestos, un oportunista, un cliente, un asambleario, un separatista o un político que jamás ha dado muestras de conocer lo que exige la democracia a un cargo público.
Por otra parte, esos mismos políticos citan constantemente metáforas y símiles futbolísticos para hacer comprensible lo que ellos llaman “sus ideas”, sin percatarse de que el fútbol es hoy lo mismo que durante el nacional-catolicismo, una espesa maraña de intereses que pinta de purpurina la violencia étnica en algún caso, racista en otros y nacionalista en casi todos. Así que cuando dicen, por ejemplo, que “queda mucho partido” antes de las elecciones, están pavoneándose en el difuso fascismo blando que nos atosiga.
El hastío se generaliza cuando la izquierda no conoce otro lenguaje que la negación del de la derecha. Algunos elementos que tenían gracia, como la lucha de clases, han desaparecido, lo que hace difícil de entender qué papel juegan los “obreros”, si es que los hay, en los programas. Peor aún, la extrema izquierda o su fantasmagoría, ya sólo sabe usar el lenguaje de la Iglesia para explicar sus quimeras, las cuales consisten en acabar con quienes no superen el examen de pureza de sangre (la casta), aplastar a los ricos (aunque aún no los califican de lujuriosos y violadores) y llamar benditos a los hijos de Dios, los santos inocentes, los pobres o como quiera llamárseles. Sentimentalismo burgués pasado por la sacristía.
Durante la Revolución Francesa hubo un tiempo en el que tuvieron un gran poder los puros, los moralistas. Se dedicaron a matar, claro, pero también a destruir las obras del “lujo corruptor”, es decir, iglesias, palacios, estatuas, cuadros o jardines, como los actuales islamistas del EI. Un parlamentario que podría ser español, Babeuf, proponía la supresión de toda educación ya que contribuía a incrementar las desigualdades. Es decir, la diferencia entre tontos y listos. Esta encomiable pureza moral y amor por una “vida sobria y sencilla” recuerda aquel sermón de Arnaldo Otegui cuando decía que una vez separados de España, los jóvenes vascos en lugar de estar delante de un ordenador corretearían por los montes y valles de la patria. El lenguaje de esa izquierda española es puro catolicismo corrompido.
¿Qué demonios defiende la izquierda oficial, por lo menos desde el punto de vista del lenguaje? ¿La desaparición de los privilegios? No. Cataluña y el País Vasco tienen un estatuto superior. ¿La aplicación implacable de la justicia? No. La Junta de Andalucía hace todo lo posible por ocultar una Administración cleptómana que ha desvalijado a los españoles durante décadas. ¿Un programa educativo que ponga en manos del alumnado las herramientas eficaces de la crítica intelectual? No. Sólo defienden la estructura parasitaria de los sindicatos y la permanencia del analfabetismo estructural. Seguimos en el último lugar de toda encuesta sobre educación en Europa. ¿Acaso un mayor reparto de la riqueza? Resulta cansino repetir que fue el Gobierno de Zapatero, el peor dirigente que ha soportado España desde Fernando VII, quien desató la furia depredadora de los bancarios.
Así pues, no hay un lenguaje inteligible en la política actual y el que se usa o bien es grotescamente demagógico o está vacío de todo contenido. Para remediarlo es frecuente que los profesionales echen mano del viejo lenguaje de la guerra fría (derecha e izquierda) o el de la carnicería republicana (fascistas y rojos), como si un ciudadano de 1930 o la sociedad de 1950 tuvieran el más mínimo rasgo en común con lo actual. En buena medida, el éxito televisivo de Podemos se debe a que usan un lenguaje arcaico, simple y reaccionario que muchos entienden porque es el viejo lenguaje religioso del Tercer Mundo (Chaves era el mejor ejemplo de caudillo episcopal) y buena parte del país aún no se ha arrancado al tercermundismo.
El cambio de lenguaje supondría en verdad la superación de nuestro último capítulo como frontera africana. Asimilar la enseñanza de las democracias europeas debería pasar por la supresión de los restos tercermundistas a lo Marinaleda, una de cuyas secuaces se presenta por Podemos en Andalucía. Pero no somos los únicos en sufrir ese desgaste de materiales, también están ahí los feudales del Partido Socialista Francés que no puede admitir ni siquiera las propuestas de Valls. La izquierda debería tomar distancia con estos restos de feudalismo sureño, como los separatistas de la Liga Norte o los bocazas griegos. Y, en fin, aproximarse a aquellas democracias en las que la demagogia ideológica no se impone sobre el análisis crítico.
Todo lo cual es imposible mientras mantengamos a cientos de cargos inútiles, miles de empleados de partidos obsoletos, 17 Estados de juguete, una masa de aforados, un océano funcionarial cuyos sueldos son superiores a los de los trabajadores y un sistema judicial del siglo XIX. De ahí que el discurso mudo del poder sea, por ahora, todo lo que tenemos. Sin embargo, grande es el hastío. Y no hay nada tan peligroso como un hincha del fútbol que se aburre.

10 noviembre, 2014

Das Volk

La tribu es un concepto etnológico que se aplica a grupos ligados sanguínea y culturalmente, pero tiene un sentido más amplio que podemos considerar figurado ya que puede referirse también como concepto social para designar la Weltanschauung (cosmovisión) de una sociedad. Una sociedad con sus mitos y sus demonios, una sociedad con su conjunto de afinidades, creencias, valores y rechazos. Algunos conscientes y otros inconscientes. Una sociedad que se considera pueblo elegido por creer ser mejor que las tribus que la rodean es un fenómeno interesante para observar y describir especialmente si uno vive en medio de ella pero no participa de su cosmovisión. Esta es una situación complicada porque uno está rodeado de personas que tienen una conciencia común de destino colectivo, de percepción de una historia épica y conflictiva curtida en el sufrimiento y en la resistencia. Es difícil oponerse a esta visión que se enraíza en el mito ancestral de un tiempo puro antes de la llegada de los opresores.

El pueblo –que sufre la opresión y la explotación en su conciencia- es consciente de la injusticia cósmica que se ha hecho con él. ¿Cómo no va a ser así si todos sienten del mismo modo? Y tienen los mismos valores y mitos Un pueblo así tiende a la uniformidad sentimental, a las vibraciones colectivas compartidas, a los colores, a las banderas, a los himnos, a la percepción común de una realidad inequívoca para la que se genera un lenguaje lleno de tautologías y demostraciones que no dan lugar a ninguna duda. Los mejores dialécticos de la tribu tejen un argumentario tan sólido que es imposible no creer que es la única visión posible. Fuera de ella, solo está la maldad del enemigo exterior que busca por todos los caminos la destrucción y el aniquilamiento del ethos colectivo. El ser individual forma parte de un organismo superior que lo engloba, que lo integra dándole sentido en el caos del mundo, y le ayuda a resistir frente a la malignidad exterior del opresor. El nosotros nunca es atacante, no, siempre actúa con justicia y en propia defensa, la defensa de la dignidad. El nosotros es débil ante la brutalidad del enemigo, así que solo queda como fuerza la unidad, la homogeneidad, la vibración común ante la fuerza tosca y grosera del enemigo que es despreciado porque el nosotros colectivo se sabe mejor en todos los sentidos que ese agresor atávico y reaccionario al que hay que enseñar a despreciar desde todos los frentes, en especial en las escuelas donde se forman los cachorros de la tribu. Hay que hacerles sentir especiales, hay que educar a los hijos en el sentimiento de Patria grande, una patria cálida y acogedora que tiene por delante un destino que hay que forjar. El futuro es de la tribu y hay que alcanzarlo con unidad y astucia, hay que engañar a ese enemigo pérfido que en el fondo es ignorante y elemental.

Todo vale en la batalla. Cualquier arma es buena si es alzada por los ideólogos de la tribu. Y hay que crear una tupida malla de defensa que exorcice a los traidores, a los colaboradores con el enemigo... frente a los cuales solo queda el desprecio y el desdén. Y si algún día el enemigo en una nueva maniobra distractora quiere ganárselos concediéndoles premios o prebendas, hay que reaccionar al unísono. Del enemigo no se quiere ningún regalo, se renuncia a sus caramelos, se los desprecia, se arrojan lejos con altivez. Lo que simboliza el enemigo, esa entidad brutal que tanto daño ha hecho como colectivo, es objeto de burla, de ridiculización, de mofa para que ningún cachorro de la tribu sea tan mezquino de quererse identificar con sus valores. Y ese mismo nombre de la nación enemiga hay que evitarlo, hay que cosificarlo como algo feo, desagradable, cargarlo de emociones negativas frente al dulce nombre de la patria que representa la racionalidad, la hermosura, la justicia, la pureza inmarcesible, la felicidad de una vida libre en el momento que se pueda deshacer de esa bota grosera y rústica, cuartelaria, fascista.

"Y el momento decisivo va llegando, la historia se abrirá a la racionalidad entre dolores de parto... Pronto nos desharemos de ellos y estaremos solos con nuestro destino entre nuestras manos. Y ese día será feliz, reinará el arco iris, habrá helado en todos los hogares todos los días, y nuestra patria será dichosa, libre, rica, justa, democrática, pura. El tiempo se está acercando a lo irremediable pero nuestra fuerza y nuestra astucia se impondrá ante la conciencia mundial de que nuestra voluntad es ser libres y no esclavos. Todo lo que hemos hecho en la historia ha sido ejercer dicha astucia ante un enemigo deforme y feo al que hemos engañado sistemáticamente. Cuando era más fuerte que nosotros, simulábamos complacerlo para obtener beneficios que llegaban a nuestras arcas; cuando el enemigo intentó racionalizarse, simulamos también el pacto para distraerlo, y cuando el enemigo se ha hecho débil y nosotros hemos crecido, es el momento de impulsar la historia hacia la libertad y empujarlo con desdén hacia la nada pues nada tiene en su alma de destructor de pueblos a los que quiso sojuzgar. Ahora es la hora de decidir, de avanzar como pueblo, como conciencia cívica y colectiva. Ahora es la hora de aplastar todo lo que se oponga a nuestro avance. Nuestra artillería conceptual, nuestras asociaciones, nuestra red organizada de resistencia está forjada y funcionando a plena velocidad. Las hoces deben cortar cabezas, no físicas sino intelectuales, decapitar todo pensamiento anómalo que se escape de lo que quiere el Volk que ya a paso decidido se encamina hacia el horizonte luminoso y lleno de color que es la Independencia".



19 agosto, 2014

La clave lingüística

Encadenados a un solo lenguaje
ABC | J. A. González Sainz
Toda catástrofe política empieza siempre por una catástrofe lingüística. De la misma forma que toda creación tiene su comienzo en el verbo, todo derrumbe presupone también un derrumbe lingüístico. Sin derrumbe previo de lenguaje, mal puede seguir nada luego desmoronándose. Nada social, se entiende. Sin creación de lenguaje, difícil lo tiene asimismo una creación. Las cosas sociales se crean y se destruyen empezando por el lenguaje y cualquier operación de derribo político implica una operación anterior de derribo lingüístico.
Catástrofe quiere decir desastre, destrucción, y asimismo «trastorno moral grave» y «cosa muy mal hecha». Toda «cosa muy mal hecha» socialmente, por tanto, empieza siendo cosa muy mal hecha lingüísticamente, y todo «trastorno moral grave» social, un trastorno lingüístico. Añade Moliner en la voz catástrofe: «suceso en que hay gran destrucción y muchas desgracias, como en un accidente ferroviario grave».
Es fenómeno conocido que los políticos, no sólo de este catastrófico país, hacen un uso desmedido y fementido de metáforas. Lo mismo que hay quien sale por peteneras, los políticos salen por metáforas: es su cante popular. Con ellas describen, analizan, prometen o hacen balance. También amenazan. La amenaza de los nacionalistas catalanes, como no podía ser menos, nos llega con una metáfora, la del choque de trenes. Si no nos dan lo que queremos los nacionalistas, que es la traducción del uso metafórico que ellos hacen del «diálogo», se producirá un «choque de trenes», un «accidente ferroviario grave», como en el ejemplo de Moliner, un suceso en que habrá «gran destrucción y muchas desgracias».
«Se producirá», «habrá»: como si se tratase de un desastre natural y no de un trastorno provocado, como si, en el caso de producirse, no fuere debido a que, por seguir en la metáfora, un tren iba contumazmente en sentido contrario al hasta ahora. El desastre natural exime de toda responsabilidad; el provocado no. ¿Pero cómo hemos podido llegar hasta aquí?, nos preguntamos al llegar a unas alturas de vértigo; ¿cómo hemos llegado a que nos amenacen con «gran destrucción y muchas desgracias»? Vargas Llosa se lo preguntaba recientemente recordando sus años barceloneses. A comienzos de los setenta, cuando vivió en Barcelona, había nacionalistas catalanes, cómo no, pero uno podía pasar allí cinco años sin conocer a ninguno. ¿Cómo una minoría tan pequeña ha llegado a tanto?, se interrogaba.
Todo empieza siempre por unos pocos, y todo empieza por el lenguaje. Porque esas «inexactitudes, fantasías, mitos, mentiras y demagogias» con que Vargas describe al nacionalismo catalán son, en primer lugar, lenguaje, creación de lenguaje. Goebbels lo supo bien y fabricó lingüísticamente a Hitler y a su movimiento. Al igual que los nacionalistas catalanes, los falangistas fueron en su origen un puñado con un nuevo lenguaje vibrante y, de los nacionalsocialistas alemanes, cuánta gente no recordaría después, echándose las manos a la cabeza, que no eran más que un «pequeño club irrisorio que nadie tomaba en serio».
No sé si Vargas estaría aún en Barcelona cuando las manifestaciones en que se coreaba «Libertad, amnistía, estatut de autonomía». Lo escribo así, en parte en español y en parte en catalán, porque era lo que mayormente se gritaba. O, más bien, lo que decíamos muchos eran cosas como «libertad, amnistía y una tía (o un tío) cada día». Éramos así de chulos. Y así nos ha ido. Lo del estatuto nos traía al pairo a los manifestantes del montón, para quienes los nacionalistas no eran más que un club irrisorio y retrógrado. Pero les hicimos eco con nuestras gracias, el caldo gordo, como luego ha seguido haciendo la izquierda desde entonces «cavando su propia tumba y minando la democracia», como bien dice ahora Cercas. Por cierto, cabría preguntarse por qué, en el lema de aquellas manifestaciones, no figuraba, como parecería lógico y necesario en aquellas fechas, la palabra democracia.
Pues bien, en esos primeros setenta, Jean Pierre Faye publicó un extraordinario volumen sobre los lenguajes totalitarios traducido en seguida al español. Como su extraordinariedad no atañía sólo al contenido sino a su tamaño, mil páginas grandotas, el libro pasó desapercibido y pronto se retiró del mercado. Una lástima, porque sus análisis del lenguaje hitleriano suministran claves, con las distancias que hacen al caso, para nuestras cuestiones. Una de ellas consiste en que el nacionalsocialismo no sólo utilizaba un determinado lenguaje, sino que conseguía hacer hablar a los demás con sus palabras, inducirlas en los otros.
Desde «Estado español» en lugar de España o esos adjetivos que le ganan la plana al sustantivo, como en «lengua propia» o «discriminación positiva», hasta el reciente «derecho a decidir», sintagma chusco en una democracia donde se decide continuamente según las reglas que la hacen ser tal, los nacionalismos realmente existentes en nuestro país han ido imponiendo su verbo. Con su martilleo continuo y la generación de un eco, han inoculado en los demás, sin mayor oposición ni reserva, vocablos y sintagmas, ortografías y conceptos por zarrapastrosos y zopencos que sean. Hasta la Audiencia nacional, véase la sentencia del caso Faisán, habla su lenguaje: el soplo a la red de extorsión de ETA, dice, no pretendió «entorpecer el proceso en marcha para lograr el cese de la actividad de ETA». «Proceso» y «actividad» son, así utilizadas, palabras de ese lenguaje, de su práctica de sustitución por sustantivos abstractos de cosas y hechos de evidente concreción. La «actividad» de ETA son sus crímenes, y el «proceso» es como llaman al conjunto de prácticas sustitutivas de las propias de la democracia. La «trascendencia del incidente», llamaba, como vio Santiago González, un editorial que comentaba esa sentencia a «las consecuencias del delito». «Figuras», «siluetas», mandaban quemar las SS en los campos de Polonia.
Si decimos «actividad», «incidente» o «figura» en lugar de crimen, delito o asesinado, nos hemos pasado a otro lenguaje y es ahí, en ese paso y ese ámbito, donde el nacionalismo ha ganado y sigue ganando sus batallas antes que en ningún otro. Han triunfado con un discurso cuyas «inexactitudes, fantasías, mitos, mentiras y demagogias» no sólo no han sido óbice para su avance sino una de sus mayores bazas. Porque quizá no baste constatar que «la distancia entre el discurso y la realidad se ha hecho abismal», como dice Gregorio Morán en su «La decadencia de Cataluña», pues a ese abismo y a ese discurso están encadenados hoy no sólo los nacionalistas. La realidad es también producto del lenguaje, y nada dice pues contra ella el hecho de que no haya existido jamás. Hasta que la catástrofe con que nos amenaza su usurpación por el relato nacionalista no nos estampe su estafa con «gran destrucción y muchas desgracias» para todos.
J. A. González Sainz, escritor.


26 febrero, 2014

En el recuerdo, para siempre

"Cuando yo era un niño, el flamenco era sólo la música de mi gente, del pueblo andaluz. La música de los patios, de las noches sin fin, del vino y de la pobreza. Era la música de mi padre, que solía regresar al amanecer, con su guitarra a la espalda y dos duros en los bolsillos, lo suficiente para nuestro aceite de oliva y pan para el desayuno. Era también la música de mis vecinos, su consuelo, sus recuerdos y, a veces, era el espectáculo curioso que organizaban en sus casas los caballeros del sur -señoritos-en sus fiestas. Eso era todo. Ahora, ese sonido, se ha extendido por todo el mundo, incluyendo aquí, en Berklee. Hoy, el flamenco, se honra en las más importantes escuela de música del mundo. No puedo más que sentir que, más allá del orgullo y del honor, esta celebración es un triunfo de la revolución. Gracias, muchas gracias por este honor. Legitima las cosas que he estado defendiendo toda mi vida. Cuando se es reconocido por el conocimiento y el entendimiento nadie lo pone en duda. Muchas gracias".

30 enero, 2014

¿Va a durar mucho este 2014?

QUIEN no tenga una idea más o menos precisa de “la cuestión catalana” acaso no la tenga tampoco de “la cuestión española”. Recordar este entrecomillado de Azaña es como mentar la soga en casa del ahorcado, que es lo que parece vienen haciendo los políticos secesionistas, ponerse una soga en el cuello de Cataluña. Claro que Cataluña no deja de ser el cuello de España.
Podríamos formular lo que sigue de tres maneras: 1. De qué estamos hablando: 2. De qué vamos a hablar; y 3. Ya está todo hablado. En realidad hemos llegado a un punto en que muchos, tanto si desean hablar de la “cuestión catalana” en un sentido o en otro, a favor de la famosa consulta o en contra, prefieren mezclar las tres cuestiones, con excitante confusión.
1. De qué estamos hablando. Hablamos de que una parte de España ha decidido por su cuenta separarse del todo. Si no lo ha entendido uno mal, los secesionistas lo han presentado de la manera más ventajosa para ellos: como un divorcio. ¿Qué ventajas tiene presentarlo de ese modo? La principal es la de hacer creer que se trata de dos partes, más o menos simétricas y soberanas. Cataluña podría, así, al fin, mirar de tú a tú a España, incluso, ¿por qué no?, por encima del hombro. Hace uno o dos meses un jerarca catalán que exportaba el congreso España contra Cataluña a Holanda, afirmó en una de sus universidades que la cultura catalana actual era ya, a día de hoy, muy superior a la española. Lo hizo después de afirmarse allí que Cataluña había sufrido desde 1714 media docena de atropellos violentos. Se trae esto a la colada, porque una vez que se ha admitido que estamos ante un divorcio, la vía más rápida para justificarlo es la de los malos tratos sufridos, presentando al consorte, la España plural, como Una (Grande y Libre), hidra franquista a la que podrá cortársele la cabeza de un solo tajo.

Pero más que de un divorcio parecería que se trata de un pro indiviso, España, de la que forman parte otros muchos propietarios e inquilinos, andaluces, vascos, castellanos, navarros, gallegos, etc, cada cual con sus problemas propios y su idiosincrasia. Para ser exactos, 17+2. En vez de pensar en un matrimonio, pensemos en un inmueble. Un inmueble que hemos levantado entre todos. Los políticos secesionistas han pensado que Cataluña, que por razones históricas y económicas no siempre equitativas y otras justificadísimas ocupa de ese inmueble zonas privilegiadas (algunos de los locales comerciales más codiciados, acceso exclusivo a zonas verdes, la sede del club náutico y, por supuesto, una buena porción de la planta noble), puede quedarse con ellas, dejando al resto de los propietarios por su mala cabeza y su haraganería la escalera de servicio, pisos superiores, buhardillas y, naturalmente, el tejado, con el tácito mandato de que cuiden de las goteras.
Es comprensible, dentro de la ficción que es todo nacionalismo, que alguien crea que, por el hecho de haber usado en exclusividad esas partes de la casa durante muchos años, estas le pertenecen. Pero habrá de convencer al resto de los propietarios de ello. No estando aquí ante un problema de pareja, pues, sino en una comunidad de vecinos, lo importarte no es quererse (aunque desde luego es bonito ir repartiendo besos en el ascensor cada vez que se entra en él), sino llevarse lo mejor posible. Ahora, arrebatar parte del inmueble, el uso de algunas zonas comunes y el derecho a decidir sobre el conjunto sólo porque “Cataluña no se siente querida” y afirmar que, puesto que “no me quieren, me maltratan”, no deja de ser una forma romántica de entender la propiedad privada y sobre todo la ajena.
2. De qué vamos a hablar. En un primer momento se hizo de asuntos fiscales, o sea de gastos comunitarios, derramas y esas cosas de las que se habla en las juntas de comunidad. Como había una gran disparidad de criterios entre los propietarios, dieron en creer los nacionalistas catalanes, o en hacer creer, que se les atropellaba no en tanto que vecinos, sino en tanto que catalanes, y sólo entonces empezaron a circular su identidad y a tirar de manual de agravios, pero al hacerlo, se tropezaron con un gran escollo, los Estatutos de la Comunidad, conocidos también con el nombre de Constitución, un río que había sido hasta ese momento navegable para todos, incluidos ellos.
Los secesionistas urgieron, pues, cambiar la Constitución, y poner este cambio en el orden del día, antes que otros asuntos acaso más acuciantes e importantes para todos, incluidos ellos: paro, corrupción política, recortes… y en tanto llegara ese día, poner en dique seco el barco, o sea Cataluña. Convencidos de que un barco como ese, de tan grandísimo calado, merece aguas más profundas y océanos que lo lleven lejos, empezaron a echar cientos de mensajes en botellas al Mare nostrum, (nostrum, nostrum, parece que oigamos), tal vez sin pensar en la ponzoñosa melancolía que podría sobrevenirles si esos mensajes no obtenían respuesta.
Pero no sólo hablan de la Constitución los secesionistas, sino otros que no lo son en absoluto y que se encuentran, como suele decirse, entre dos aguas. Viendo estos últimos todo ese lío del barco y tratando de persuadirles de que no larguen velas, empezaron a hablar de mejoras por lo demás deseables: drenar el fondo del río de los lodos acumulados, etc. (ahorremos al lector los pormenores de la metáfora). Inútil. Así se lo han hecho saber los secesionistas: “Llegáis tarde. Agradecemos vuestra buena voluntad federal, pero tenemos ya el aparejo presto; sólo esperamos que suba la última gran marea popular para poder zarpar. ¿Adónde? Ya se irá viendo”.
3. Ya está todo hablado. Se supone que en este apartado se encuentran únicamente aquellos que, frente a los pilotos de altura y los marineros de agua dulce, no quieren cambiarla en absoluto, por encontrarse cómodamente en una tierra tan firme como la Constitución. Aunque es cierto que estos papistas de la Constitución tienen un buen argumento (¿Cómo vamos a hablar de la Constitución con quienes han decidido prescindir de ella?), esa tierra es engañosamente firme: basta reconocer la creciente desafección popular hacia la monarquía. Sin embargo hay algo en todo esto que no parece cuadrar: ¿por qué los secesionistas, que también parecen tenerlo ya todo hablado entre sí, reclaman con tanta insistencia una reunión de vecinos, o ni siquiera, una reunión sólo con el presidente de la comunidad, al margen de los vecinos? No es posible que crean o esperen que España firme de mil amores los famosos papeles de su divorcio, o lo que presentan como tal, dando por bueno el originalísimo reparto de gananciales que presumiblemente podrían presentar. ¿Entonces? “En privado, Mas admite que la consulta no se hará”, acaba de afirmar una de las contramaestres constiturreformistas. ¿Será todo acaso un vodevil?
Y aquí estamos los pobres desgraciados que creemos que la gran cultura catalana no puede ser superior a la española, ni al revés, porque nada puede ser superior o inferior a sí mismo. Claro que asistimos atónitos al espectáculo, encogidos por no saber si será de los que acaban en vísperas sicilianas o en la función del bombero torero. ¿Qué ocurrirá cuando Cataluña, subida a una banqueta, despierte de ese sueño real o fingido? ¿Qué, cuando los 17+2 adviertan que pueden dejar de respirar si finalmente Cataluña pierde pie? No lo sabe nadie, pero si no fuese porque no habla uno en nombre propio, sino en el de aquellos que tienen derecho a heredar lo que se construyó entre todos, le entrarían a uno ganas de dejar su parte infinitesimal y usufructuaria de buhardilla y lanzarse a vivir a la intemperie, libre de estos enconos eviternos, agotadores y bastante mezquinos.
Andrés Trapiello
[Publicado en El País el 29 de enero de 2014]

21 noviembre, 2013

Actualidades

I
Escribe Chamfort que la educación no tiene otro objeto que el de conformar la razón de la infancia a la razón pública. No es esto lo que creemos nosotros. Nosotros somos rousseaunianos de baratillo e intentamos preservar la razón de la infancia de la influencia de la razón pública. A este ejercicio descabellado le ponemos nombres que parecen querer decir grandes cosas, como autonomía, creatividad, constructivismo, inteligencia emocional, inteligencias múltiples, espontaneidad, pensamiento crítico... Parecen querer decir grandes cosas pero, en la práctica, sólo dicen una: nombran nuestros ejercicios de infantilización colectiva. 
II
Oyendo a una maestra defender con vehemencia la educación no sexista no podía evitar pensar que para esa mujer un niño sólo era una niña degradada.
III
Cuando les digo a esos padres que en Finlandia no hay apenas reuniones de padres en las escuelas se me quedan mirando desconcertados. "¿Y qué hacen, entonces, cuando tienen un problema con un niño en una escuela?". "Tienen una técnica revolucionaria -les contesto-: hablan con el niño".
IV
En los países con mejores resultados educativos los padres no están más implicados en la educación de sus hijos... lo que ocurre es que están implicados de otra manera.
V
En Corea los alumnos después de la jornada escolar barren las clases, limpian las pizarras, tiran la basura... y los que se portan peor, limpian los váteres.
VI
En un panfleto del sindicato de profesores de Finlandia se puede leer: "los profesores finlandeses tenemos el nivel más alto de preparación de todo el mundo".
VII
En los países que los alumnos estudian poco hay una razón que explica perfectamente su comportamiento: no necesitan estudiar más.
VIII
Los padres asiáticos enseñan a sus hijos a sumar antes que a leer.
IX
Los países con mejores resultados educativos saben lo que quieren y lo persiguen con rigor. Creen en el rigor. Y lo practican.
X
Yo creo que en realidad en España no hemos hecho ni una sola reforma educativa digna de ese nombre, es decir, que sepa exactamente lo que quiere. Lo que hemos hecho es lo que corresponde a nuestra historia: contrarreformas. En cada ley educativa es más fácil ver contra qué se legisla que a favor de qué. 


26 octubre, 2013

El milagro del sol

El milagro del sol
“El milagro del sol, anunciado por Nuestra Señora de Fátima en varias ocasiones, fue un acontecimiento extraordinario que tuvo lugar el 13 de octubre de 1917 en la campiña de Cova da Iria, cerca de Fátima, Portugal, atestiguado por entre 30.000 y 45.000 testigos, según Avelino Almeida, que escribía para el periódico portugués O’Século, y un máximo de 100.000, estimados por el doctor Joseph Garrett, profesor de la Universidad de Ciencias Naturales de Coimbra, ambos presentes ese día. Según varias declaraciones de testigos, después de una llovizna se despejó el cielo y el sol lució como un disco opaco que giraba en el cielo, oscilando en dirección a la Tierra trazando un patrón de zig-zag (…) Atemorizadas, algunas personas que observaban esto creyeron llegado el fin del mundo. Los testigos aseguraron también que el suelo y sus ropas, que habían estado mojados por la lluvia, se habían secado completamente. (…) El fenómeno tampoco estuvo supeditado al tiempo y el espacio, ya que el papa Pío XII vio el milagro del sol 37 años después, en 1950 y desde los jardines del Vaticano, como confirmación del Cielo en un momento decisivo en el cual él iba a proclamar un dogma ex catedra”.
Con el respeto debido a las personas que creyeron y creen aún en el carácter sobrenatural de aquel fenómeno, hay algo en todo él que recuerda a lo que está sucediendo ahora en Cataluña: millones de personas (de errática cuantificación también) parecen estarse allí viendo girar el sol, un sol catalán desde luego, que amenaza con caer sobre el resto de España, aniquilándola al tiempo que aniquilándose, por aquello que recordaba Sancho Panza: “Si da el cántaro en la piedra o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro”.
Como entonces, doctores de reputadas universidades han encontrado bases científicas para acreditar el nacionalismo y un número indeterminado de intelectuales y artistas han desenterrado también razones emocionales con las que hormigonar al pueblo, así como una legión de publicistas que difunden unas y otras, resumidas en el hoy célebre “derecho a decidir” como dogma igualmente ex catedra.
Sobre la legitimidad o ilegitimidad de este derecho ha habido en este periódico sobradas opiniones de personas mucho más cualificadas que uno, de modo que podemos dejarlo de momento a un lado, no sin declarar de paso el pálpito de todos aquellos corazones que sin ser catalanes aseguran tener también el mismo derecho a decidir en ese asunto.
Otra de las similitudes de lo que está ocurriendo con aquel “milagro del sol” la tenemos en lo que se conoce como la espiral de los acontecimientos: estos no solo avanzan girando sobre sí mismos, sino que se aceleran a medida que se aproximan al centro u ombligo, arrastrando a él y devorando todo cuanto alcanzan a su paso, instituciones, protocolos, constituciones, tratados, ideas, personas, dando lugar a nuevos acontecimientos. Acaso por eso se ha dicho con razón que las aspiraciones que parecían inalcanzables y utópicas hace solo cuatro años se han devaluado a mayor velocidad que el marco alemán de entreguerras, y así los mismos nacionalistas que hace cuatro años suspiraban por las cebollas de Egipto de un concierto fiscal o una solución federal para sus aspiraciones de autogobierno, hoy, impulsados por el viento de los ventiladores que ellos mismos han pagado y colocado en su popa, los reputan de despreciables cantos de sirena y los desdeñan.
Así es como se ha llegado, formando parte de la misma sugestión, a creer que el “derecho a decidir” es ya una independencia in pectore, dando por hecho y fuera del orden natural de las cosas que no será aceptado ningún otro resultado que el de la independencia, toda vez que ese derecho solo podrán ejercerlo los catalanes, a ser posible independentistas (el recuerdo de los referéndums secesionistas canadienses perdidos o la suspensión de la autonomía del Ulster planea sin embargo sobre la realidad como la corneja que ensombreció al Cid con sus malos agüeros).
Que esa ficción es legítima, en tanto que ficción, no le cabe la menor duda a nadie. Pero resulta extraño, al menos para uno, la poca previsión o el fingir que más allá del derecho a decidir, el pueblo catalán (no vamos a entrar ahora en el peliagudo asunto ese de definir quién o qué es pueblo y quién o qué es catalán) hallará tras el proceso independentista un amanecer radiante (casi falangista, estamos tentados de decir), un sol que habrá dejado de girar iluminando al pueblo elegido como jamás lo había hecho antes en parte alguna.
Sea, concedamos: Cataluña ha decidido ya, como no podía ser de otro modo, su independencia. Lo ha logrado prodigiosamente al margen de la legalidad constitucional y los tratados de la Unión, que se rendirán como ante milagro, rodilla en tierra. Concedamos también que el resto de los españoles, muchos de los cuales se sentirán expoliados, lo aceptan impávidos y sin resentimiento (y en el mejor de los escenarios posibles: nada de boicoteo a los productos catalanes, el Barça jugando la Liga española y puestos fronterizos, los imprescindibles).
Claro que habrá algunos pequeños inconvenientes. ¿En qué gran proceso no los ha habido? El primero, el de la nacionalidad. Algunos nacionalistas hablan ya de conceder doble nacionalidad a quienes no quieran perder la española, pero no se ha dicho nada de aquellos que se resistan a tener la catalana (habrá que persuadirlos) ni de aquellos otros que, viviendo fuera de Cataluña, quieran ser catalanes (con derecho a voto). La moneda: se le dará un nombre apropiado y significativo y será una moneda fuerte, pese a las reticencias de algunos mercados (habrá que persuadirlos). La lengua, asunto para entonces casi irrelevante: el catalán será la oficial, y el castellano, en la intimidad. Lo del Ejército parece solventado: como Suiza, algo simbólico, tal vez unas docenas de guardias para el Vaticano (después de la canonización de los 500 mártires de la Cruzada, “en su mayor parte catalanes”, como recordó una de las autoridades catalanas asistentes al acto, las relaciones con el Vaticano son inmejorables). La salida de la Guardia Civil, policía y diferentes funcionarios del Estado del territorio catalán creará una pequeña inflación en el funcionariado catalán, que se corregirá sin duda en poco tiempo.
Financiación de la deuda: el carácter pacífico, ejemplar y milagroso del proceso habrá generado una gran confianza en todos los mercados, que acudirán jubilosos en masa, paliando así el grave problema del paro del periodo preindependentista, ocasionado por el cerrilismo del Estado español y la obstrucción al “derecho a decidir”. Lo mismo puede decirse de las empresas que suspirarán por radicarse en Cataluña, corrigiendo el mal efecto de las que la abandonaron cobardemente tal y como habían anunciado (no obstante, también persuadirlas). Aunque Dalí legara su museo al Estado español y no a la Generalitat, los españoles entenderán que al surrealismo de Dalí fuera de Figueras podría sucederle lo que al vino Albariño más allá del puerto de Manzaneda, de modo que el Estado español se avendrá buenamente a dejarlo donde está; lo mismo que todas sus dependencias, millones de metros cuadrados en zonas privilegiadas de sus ciudades, como delegaciones gubernamentales y cuarteles, que a falta de Ejército, se destinarán a Centros Nacionales de Persuasión.
Y por supuesto, en ese horizonte las nuevas autoridades catalanas no contemplan ninguna hostilidad comercial, financiera, industrial de su vecina España, que, persuadida del espíritu solidario de los independentistas, se abstendrá de competir con Cataluña en asuntos que han sido de su exclusividad tradicionalmente (el cava, los telares, la política portuaria del Mediterráneo, los Juegos Olímpicos, la industria editorial en español o la corchotaponera, el cava). Etcétera. Ni que decir tiene que la espiral de los hechos avanza en paralelo a la espiral de la sugestión colectiva; a más velocidad de aquellos, más se incrementa esta, sin saber, llegados a un punto, cuál de las dos espirales implementa a cuál.
Un día la visión se desvanecerá y muchos se preguntarán: ¿qué vimos? Y otros: ¿estábamos ciegos? Tal vez ese día alguien recuerde que, en efecto, antes de la independencia los catalanes pagaban más (como los madrileños, por cierto) no porque fuesen catalanes, sino porque eran más ricos; y que estos, los ricos, no se sabe cómo sugestionaron a tantas gentes haciéndoles creer durante un tiempo, hasta que llegó la independencia, que antes que pobres eran catalanes. Lo probable es que después de la independencia estos mismos vuelvan a ser lo que siempre fueron: antes que catalanes, pobres.

Andrés Trapiello es escritor.

23 junio, 2013

Maniobras nacionales

Ferran Toutain

Que a la cultura solo se puede acceder individualmente, lo sabe muy bien todo el que sepa qué es la cultura, pero a fuerza de propaganda se ha logrado convencer de lo contrario. No resulta, pues, nada extraño que cuando alguien ha recordado este principio irrenunciable —un Eugenio d’Ors, un Juan Benet, un George Steiner, un Harold Bloom; de modo muy notorio, Marc Fumaroli; hace pocas semanas, Valentí Puig— muchos se hayan puesto a quejarse; y en los tiempos que corren, con las autoridades civiles y espirituales ya del todo dedicadas a la promoción y ornamentación de los instintos primarios de la tribu, proclamar que la cultura es una actividad necesariamente individual no causa solo exclamaciones de perplejidad; ahora también provoca insultos biliosos y gestos obscenos. La época es ignorante y es agresiva; la cultura, entendida desde Cicerón como el cultivo del alma (cultura animi), no se puede acordar con ella más que vendiéndose el alma.
Un segundo atributo de la cultura consustancial con el de su práctica individual es el de su universalidad. La expresión «cultura nacional» es una contradicción en sus términos, a menos que nos estemos refiriendo a cuestiones antropológicas, sociológicas, ideológicas, folclóricas, zoológicas (desde hace algunas décadas se habla de la cultura de los chimpancés, de los delfines, etc.) o gastronómicas (también se habla de la cultura del aceite, del vino, del queso). En tales casos es perfectamente legítimo hablar de culturas nacionales, regionales, grupales, pero también hablamos con toda legitimidad de los caballitos de mar y no por ello pensamos que nos van a servir para ganar concursos hípicos.
El Romanticismo, que en aspectos fundamentales representa una ruptura con toda la tradición anterior, entrega la cultura a la Nación, y si bien en un principio esta actitud no niega el requisito de universalidad —en el sentido de que se aspira a imponerse a las otras naciones pero en un terreno compartido— acaba llevando forzosamente a un esencialismo folclórico por la necesidad que tienen las políticas populistas inherentes a la idea de nación de unificar la diversidad interna —a veces lo llaman «cohesionar».  El avance de esta tendencia conducirá a las grandes fiestas populares en torno a monumentos patrióticos, demostraciones folclóricas, tablas de gimnasia multitudinarias y enormes concentraciones de masas en los estadios, que tanto contribuirán al éxito popular de los regímenes fascistas y comunistas. El historiador norteamericano de origen alemán George L. Mosse lo estudió con todo detalle en La nacionalización de las masas.
Todo ese despliegue no tardará en convertirse en la Cultura, mientras el cultivo del espíritu, la actividad intelectual, poética, artística, científica, moral, es percibido como poseyendo una doble naturaleza divina y bestial. Como un depredador al que hay que mantener bien alimentado para que no nos devore. Como un dios Moloc a la vez temido y adorado. Temido porque su poder de comprensión constituye una amenaza para la estabilidad de los intereses seculares; adorado para conjurar precisamente esta amenaza.  Para conciliarse la mansedumbre del ídolo nada más razonable que ofrecerle subvenciones, premios, honores y centenarios. Así, entre loores y exequias, se puede llegar a fabricar una sólida cultura nacional con posibilidades de establecerse por su cuenta. No faltarán nunca los resistentes dispuestos a denunciar el fraude, pero comparados con los otros estos siempre serán divinidades menores con escasa capacidad de influencia; de ignorarlos solemnemente no va a derivarse ningún perjuicio.
Ahora bien, todo esto no es suficiente. En el proceso de nacionalización de la cultura es indispensable diseñar y controlar bien la enseñanza para que cumpla la función social de lograr que los niños aborrezcan de manera irreversible los productos que se derivan de ella —especialmente la literatura. Así, con una lista de autores capaces de provocar el tedio de los muertos pero que por su condición de nacionales ocupan el lugar que correspondería a autores universales perfectamente útiles para despertar el interés y aun el entusiasmo, se proporciona a los estudiantes las máximas facilidades para que el día de mañana sigan considerando la cultura como un ritual agotador que —exactamente igual que la visita a la iglesia— es tan conveniente evitar como respetar reverencialmente. En paralelo, con la sacralización del deporte y la promoción de los espectáculos populares, los seriales televisivos y otras cosas de la misma categoría, se conseguirá alejar con eficacia toda tentación de cultivarse individualmente y se fortalecerá  así la fe gregaria.
Una administración que se esfuerza por desposeer a la cultura de sus atributos de individualidad y universalidad es una administración dedicada a procurar la desaparición de la cultura del territorio que controla. El adjetivo nacional colocado a manera de marchamo en los teatros, los museos, las bibliotecas y las orquestas no es sino la culminación ostentosa de ese proyecto.