23 agosto, 2007

Apostillas de Savater

Instruir educando
Fernando Savater

Creo que fue Azorín quien dijo que "vivir es ver volver". Razón no le faltaba, al menos en cuestiones de debate intelectual. Yo estoy tan escarmentado de la manía de suponer que ciertos conceptos periclitan o que algunas polémicas han sido definitivamente superadas que no me extrañaría mañana encontrarme con defensores de la doctrina del éter, del flogisto o de la infalibilidad del Papa. Cuestión de paciencia, nada más. Aun así, me ha sobresaltado un poco tropezar de nuevo con la oposición irreductible entre instrucción y educación, suscitada en un artículo de Sánchez Ferlosio ("Educar e instruir", EL PAÍS, 29-VII-07) y prolongada después en otro de Xavier Pericay ("Educación, instrucción y ciudadanía", Abc, 14-VIII-07). Como telón de fondo y pretexto ocasional está la polémica en torno a la Educación para la Ciudadanía, que no parecía en sí misma muy estimulante -en los términos truculentos en que se ha planteado- pero que quizá vaya a tener la inesperada virtud de traer a primer plano cuestiones importantes sobre la educación en general. Si es así, bendita sea.
En principio, la instrucción -que describe y explica hechos- y la educación, que pretende desarrollar capacidades y potenciar valores, son formas de transmisión cultural distintas pero complementarias, es decir, en modo alguno opuestas ni mutuamente excluyentes. Por poner un ejemplo: dar cuenta objetiva de ciertos sucesos y procesos es instructivo; verificar así lo valioso de la objetividad para el conocimiento humano es educativo. Otro: constatar la reprobación casi universal del asesinato dentro de las comunidades humanas es instructivo; deducir de ello el notable valor de la vida del prójimo (aunque no así, ay, el de los menos próximos) para los hombres resulta educativo. Etcétera... Perdónenme la obviedad, mañana les prometo volver a ser ingenioso. La instrucción promueve el conocimiento de lo que hay, la educación se basa en ella para conseguir destrezas y hábitos que nos permitan habérnoslas lo mejor posible con lo que hay. Pero ello no implica que la instrucción carezca de propósito referente a cómo vivir ni que la educación tenga licencia para convertirse en mero voluntarismo contrafáctico. A mí no me parece tan difícil de entender, pero quizá sea yo demasiado simplón.
La contraposición instrucción-educación es semejante en más de un aspecto a la que en periodismo se establece entre información y opinión. Sostiene la sana doctrina que nunca debe confundirse en un medio de comunicación la una con la otra: la información de lo que sucede no debe contaminarse con la opinión que interpreta y valora lo que sucede. Pero todos sabemos que incluso la información más objetiva implica elementos opinativos, sea en la forma de redactarse, en la selección de lo relevante frente a lo negligible o en la importancia que se concede a unos hechos sobre otros similares, que no siempre coincidirá con lo que preferiría la subjetividad de cada cual: si el mismo día muere mi padre y fallece el Rey (q. D. g.), los medios de comunicación primarán el segundo acontecimiento sobre el primero, aunque para mí el impacto de ambos sucesos sea inverso. De modo paralelo, los artículos de opinión y los comentarios más fiables serán -o creo yo en mi simpleza optimista que deberían ser- los que se apoyen en una información mejor documentada, sin la cual las opiniones son meros caprichos o exabruptos. Por tanto, distinguir y presentar separadamente información y opinión dentro de lo posible es muy aconsejable, pero ello en modo alguno comporta que la información nunca opine o que la opinión deba estar desinformada. Pues bien, la distinción (y la vinculación necesaria) entre instrucción y educación es de un corte bastante parecido.
Me parece que enfrentar la instrucción y la educación, incluso llegando a valorar una como recomendable y la otra como manipuladora, resulta absurdo cuando se considera en su conjunto el sentido de la transmisión cultural. Ambas responden a la necesidad de proporcionar a los jóvenes los elementos que consideramos más útiles para que su vida y la armonía social tengan esperanza de prosperidad. Según este criterio, tan importante es que el neófito conozca el dato objetivo de que la carne humana es comestible como la pauta moral que recomienda enérgicamente otro tipo de dieta. Y así llegamos a la asignatura de Educación para la Ciudadanía, que parece destinada a nacer bajo el sol melancólico de Saturno, devorador de sus propios hijos.
Entre los adversarios que ya tiene la neonata, los menos virulentos admiten que debería centrarse solamente en la enseñanza de los Derechos Humanos y de la Constitución, pero sin pretender referirse a cuestiones éticas (que por lo visto son atribución exclusiva de los padres y no pueden ser generalizadas gubernamentalmente sin incurrir en totalitarismo). La primera pregunta que se me ocurre ante este asombroso planteamiento es: ¿cómo puede instruirse a nadie sobre tales derechos y tal ley fundamental sin mencionar las implicaciones morales de que están llenos y los principios éticos en que se basa? Si un alumno pregunta por qué debe respetar tal legislación... ¿qué habrá que contestarle? ¿Que si no cumple con lo que mandan las autoridades irá a la cárcel y sanseacabó? Al hablar de los Derechos Humanos, ¿podrá contarse su historia, las luchas de que provienen contra poderes y tradiciones, sus enemigos seculares... el primero de los cuales por cierto fue el papado? Al instruir sobre la Constitución, ¿cabrá mencionar que ampara libertades y garantías que fueron negadas por la pasada dictadura y por otras actuales? ¿Podrá subrayarse su carácter de acuerdo histórico y que como tal puede ser modificada si parece conveniente a la mayoría, para reforzar los valores que pretende establecer? ¿O tales explicaciones deben ser cuidadosamente omitidas para no caer en lo tendencioso?
Aún hay duros de mollera que se escandalizan al escuchar que ciertas disposiciones éticas responden a las exigencias mayoritarias de convivencia y no a la conciencia de cada cual. Pues sin embargo así es, al menos en las democracias del siglo XXI. Por eso también la Educación para la Ciudadanía no puede ni debe confundirse sin más con la formación moral. Hay una dimensión ética que corresponde a las convicciones de cada cual y en la que ninguna autoridad académica puede intervenir: nadie debe imponerme la obligación moral de considerar aceptable la homosexualidad o el aborto, si mis creencias o mi razón me dictan otro criterio. Pero es necesario que conozca el valor moral de tolerar cívicamente aquellos comportamientos que no apruebo o incluso que detesto, siempre que no transgredan la legalidad y en nombre de la armonía social pluralista. Aún más: debo comprender la valía ética -estrictamente ética- de las normas instituidas que permiten el pluralismo de convicciones y actitudes dentro de un marco común de respeto a las personas. Y eso delimita una frontera entre lo que puede y no puede aceptarse también a nivel personal: tengo derecho a considerar vicio nefando la homosexualidad pero no a hostilizar o proscribir las parejas homosexuales. Puedo tener personalmente por importantísimas las raíces cristianas de Europa, pero no puedo considerar mal europeo a quien no sea cristiano ni mal español a quien no sea católico. Y puedo tener la íntima convicción de que muchos malvados merecen la pena de muerte, pero no debo ocultar a los jóvenes que la sociedad democrática en que vivimos ha adoptado como norma la abolición del castigo capital por sus implicaciones deshumanizadoras. Es decir: debe haber una asignatura de ética que reflexione sobre el origen, fundamento y necesidad de los valores humanos en general y una asignatura de Educación para la Ciudadanía que transmita la exigencia moral de tener valores comunes instituidos legalmente, que sirvan de directrices al comportamiento social aunque no puedan serlo siempre de la conciencia personal.
Es preciso instruir y es preciso educar. Lo que no es aconsejable es el puro "adoctrinar", o sea, presentar lo que es un resultado de debates y acontecimientos históricos como algo inamovible, llovido directamente de la eternidad. Dar a entender que todos los profesores de la nueva asignatura son dóciles marionetas al servicio de los intereses gubernamentales es una majadería calumniosa que no merece más comentario. Pero no es imposible que entre ellos aparezca algún iluminado de esos que bloquean el aprendizaje crítico de los alumnos a fuerza de consignas incendiarias y de empeñarse en subvertir lo que aún ni se ha molestado en enseñar (tal como explicó Hannah Arendt). Y es de temer que aún más frecuentes sean los enseñantes que se refugien en la corrección perogrullesca y tímida, en vista del jaleo organizado en torno a este asunto. Es preciso no dejar solos a quienes creen en la oportunidad de la asignatura y están dispuestos a esforzarse entre lógicos tanteos por darle la mejor realidad posible, con prudencia pero también con cierta audacia. De modo que los demás no tendremos más remedio que seguir polemizando en defensa de lo obvio, con la pereza que da...

14 agosto, 2007

Aclaraciones necesarias

Sobre cuestiones pedagógicas Rafael Sánchez Ferlosio ha escrito algunas piezas que merecen ser leídas y meditadas con atención por todos. En sus libros, El alma y la vergüenza y La hija de la guerra y la madre de la patria encontramos ideas muy clarificadoras para abordar el que creo es el principal problema político del pais. Hace poco El Pais publicó el siguiente texto.

Educar e instruir Rafael Sánchez Ferlosio EL PAIS 29/07/2007
Ya al solo título del artículo de Fernando Savater, ¿Ciudadanos o feligreses? (EL PAÍS, 4 de julio de 2007), puede reprochársele un principio de confusión. Yo no veo ahí ningún aut/aut, porque no hallo diferencia formal entre "ser buen cristiano" y "ser buen ciudadano"; aun más, ¿acaso no ha ejercido nunca la parroquia funciones de división administrativa para asuntos civiles? No sólo no hay diferencias de forma, sino que incluso pueden encontrarse muchas coincidencias de contenido. En alguna otra ocasión he deplorado la falta de confianza de Fernando Savater en "los contenidos" del conocimiento, en la medida en que, con respecto a la enseñanza pública, no se conforma con "la instrucción", sino que encarece, casi como más importante, "la educación". En ésta incluye hasta lo que llaman "espíritu crítico"; pero no sólo ocurre que el dicho espíritu crítico no puede ser materia de enseñanza, ni menos todavía de educación, sino que, por añadidura (aunque por mi parte preferiría para él otro nombre menos activo, más receptivo), es algo que sólo puede surgir precisamente de los contenidos: la extrañeza crítica sólo puede suscitarla la atrición entre dos términos del contenido; por ejemplo, la que tan desoladoramente hizo empecinarse y estrellarse a San Anselmo de Canterbury, o sea, la que le chirriaba en el oído al violentar la compatibilidad entre "infinitamente justo" e "infinitamente misericordioso" como atributos simultáneos de la Divinidad ("Proslógion"). El llamado "espíritu crítico" guarda tal vez un notable parentesco con lo que los helenos llamaba "asébeia" (± impiedad), y presumo que chocaba, al menos mediatamente, con la "paideia". Ahora bien, esta segunda, más familiar a nuestra comprensión, mantiene, a su vez, una poderosa analogía con lo que ha dado en llamarse "educación para la ciudadanía". Yo no sé cómo se las arregla Fernando Savater para conservar la paz en las entrañas de su entendimiento, con su ya acrisolado empeño en conciliar la 'educación para la ciudadanía' (ojo: no le atribuyo el invento oficial de la expresión completa) con su gran conocimiento y su notoria devoción por las doctrinas y los autores de la Ilustración. Me lo pregunto porque, al menos a mi juicio, la "ilustración" -toda ilustra-ción- es justamente crítica de la cultura vigente, es contra-cultura, y, a fin de cuentas, "asébeia". Pero la afirmación más gratuita -y quiero creer que menos meditada- de la savaterina defensa de la educación está en su obra El valor de educar, página 47: "Esta contraposición educación versus instrucción resulta hoy ya notablemente obsoleta y engañosa". Tomando la frase en serio habría que preguntarle si esa obsolescencia es un dato de hecho, como, por ejemplo, si es que hace tiempo que nadie se interesa por semejante distinción, o un dato de derecho, como que las más modernas doctrinas pedagógicas afirman positivamente que la dualidad entre las dos cosas debe desecharse por ser científicamente falaz y, por lo tanto, perjudicial. Pero ¿cómo se reintegra la engañosa disyuntiva? Por mi parte, si me pongo a imaginar una instrucción que sea al mismo tiempo educativa, se me ocurren fórmulas un tanto monstruosas: a la demanda de una "zoología educativa", por ejemplo, se ajustaría una clasificación del reino animal que partiera de una división entre "animales dañinos" y "animales benéficos", o bien, si se prefiere, entre "animales comestibles" y "animales incomestibles". El saber por el saber No y no. Los conocimientos que proporciona la instrucción, exentos de toda clase de orientaciones prácticas y juicios de valor, aparte de ser, precisamente, el resultado de unas ciencias que durante siglos se han esforzado por purificarse de toda la morralla de fines e intereses que las condicionaba -como la alquimia pudo trocarse en química cuando se liberó del designio de conseguir el oro, o la astrología se hizo astronomía cuando renunció a predecir el porvenir-, pueden ni deben, de ninguna manera, dejarse dirigir por ninguna finalidad educativa. A la postre resulta que es justamente el rostro absolutamente inexpresivo -sine ira et studio- del saber por el saber el que hace nacer en el sujeto, de su propia mente, la opinión y la conducta que la educación, a la manera de una trofalaxia, querría meterle en la boca ya masticadas y bien ensalivadas. En el libro Educación para la ciudadanía (Ediciones Akal, SA. Madrid, 2007), de Carlos Fernández Liria, Pedro Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, se empieza representando -a partir de una anécdota del rey persa Ciro- el espacio de la ciudadanía como "lugar vacío" o "lugar de cualquier otro", y por la índole de ese lugar caracterizan la propia condición de "ciudadano". Por lo que entiendo, se quiere definir al ciudadano en cuanto tal como el hombre vaciado de toda particularidad. Después, como si tácticamente traspusieran su lugar de cualquier otro al aula de matemáticas, hacen que el vaciamiento de particularidades, la impersonalidad del profesor y los alumnos, privilegie la propia validez del Teorema de Pitágoras como validez para cualquier otro: ateniense, espartano, persa o incluso marciano, si lo hubiera. La idea, aunque torpe y morosamente expuesta (y aun peor resumida por mí), es aceptable. Y, dicho sea de paso, mal podrían, ciertamente, los clérigos y obispos mantener frente a ella la más vaga y remota acusación de "relativismo". Lo que yo echo de menos, sin embargo, es que los autores se hayan dejado escapar una ocasión de oro para señalar y encarecer la radical impersonalidad de los conocimientos, y, en consecuencia, la impersonalidad del lugar público en el que se imparten, la impersonalidad de la que deben sentirse revestidos los alumnos y de la relación del profesor respecto de ellos. Este que podría designarse como "principio de impersonalidad" alteraría notablemente -en caso de aplicarse- la configuración actual de la enseñanza (estoy pensando, por supuesto, tan sólo en el aspecto de instrucción -que es el que el pasaje del libro saca a colación-, no en el de educación). Empezaría por poner en entredicho el eslogan de "tratamiento personalizado" con que algunos colegios caros encarecen sus ventajas; en plena conformidad con el pasaje del libro comentado, no es, evidentemente, el Teorema de Pitágoras el que debe adaptarse a las condiciones personales del alumno, sino éste el que debe adaptarse a la esencial impersonalidad de ese teorema. Finalmente, nuestro principio de impersonalidad pondría coto a otra más peliaguda y escabrosa cuestión: la de la perturbadora intromisión de los papás y las mamás en las tareas de la enseñanza. El famoso "derecho" de semejantes figuras de elegir para sus hijos la enseñanza que deseen lo ejercen contratando el colegio que prefieran, pero aquí debería acabarse todo. Los padres tienen con el hijo una relación privada y personal; va contra la naturaleza pública de la enseñanza, donde debe primar en solitario la impersonalidad, el que, violando las puertas contractuales, se monten a cuchos sobre el niño, como un jinete en un caballo de carreras, y se hagan conducir por aulas y pasillos, para que lo particular no deje de controlar y sofocar un solo instante lo que sólo respira plenamente en la anónima atmósfera de los universales. La importancia de las formas He leído que ahora andan queriendo restablecer el tratamiento de usted en las relaciones de enseñanza. No sé si tendrá éxito, en el sentido de que logre difundirse o en el de que sea eficaz para lo que pretende. De todos modos debería ser recíproco, o sea, también del profesor al niño; los jesuitas, con los que yo estudié hace ya casi 70 años, jamás nos tutearon. Nótese que el usted lleva los verbos en tercera persona, como si los interlocutores estuviesen ausentes entre sí; la presencia física es neutralizada y abstraída, o, por usar la expresión del texto comentado, el oyente presente es "cualquier otro". La difusión será difícil entre los ya acostumbrados al tuteo; se pueden esperar las bromas más groseras y menos ingeniosas, pero no creo que sea así entre los escolares primerizos. No debería despreciarse la importancia de las formas, ni aun de las más superficiales y protocolarias; que el centro de enseñanza se distinga como "el lugar donde se da de usted" ya puede suscitar tácitamente en la conciencia el sentimiento de que se ha atravesado una frontera y se ha salido a un espacio "extraterritorial". El factor de la distancia, que aportaría el uso del usted, es un factor perfectamente idóneo para completar la impersonalidad. Veo que la actual orientación, por una y otra parte, de la controversia sobre la educación llega al extremo de incitarle a uno a preguntarse si hay alguien que realmente se pregunte qué es lo que educa. No hace mucho ha habido un ministro del gobierno actual -y no de Educación, sino de Sanidad- que ha señalado certeramente con el dedo una de las cosas que hoy han tomado una parte no poco relevante en la educación de la primera juventud: el alcohol. Bien es verdad que doña Elena Salgado -que tal era el nombre del ministro- no advertía del caso por la educación, sino por la salud. Con todo, no faltó quien considerase la denuncia -especialmente por lo que se refiere al vino- como un ultraje a la cultura española, europea y hasta occidental. El consumo de alcohol, como mediador o excipiente de las relaciones entre coetáneos, tiene sin duda una influencia sobre las formas de conducta, y, por lo tanto, las marca, efectivamente, con un determinado signo cultural. Ciertamente, este mediterráneo estaba ya muy descubierto, y no hacía falta llegar al botellón para reconocer en el alcohol un poderoso pedagogo cultural. Pero lo que este señalamiento nos recuerda es el carácter predominantemente gregario de la educación: el grupo es el que educa, a través de la necesidad de "formar parte", que arrastra con fuerza irresistible a la imitación y la comparación. ¿Qué va a hacer el profesor contra la fuerza educativa de las actuales formas de ocio y diversión, contra la constricción del grupo, dotado de un poder de convicción y de una autoridad incomparable? ¿Va a decir: "Bebe, si quieres, pero bebe de manera responsable"? ¡Delirante, hilarante! Las democracias de hoy muestran enormes resistencias frente a la sola idea de "prohibir". Con todo, prohibir me parece un punto más democrático que "impedir": el que impide pone un obstáculo en las cosas, el que prohíbe apela a la persona, aunque sea bajo amenaza de castigo. Diré que, por mi parte, no tengo prejuicio alguno contra las prohibiciones; si tuviese un cargo, no tendría reparos en prohibir, salvo el conocimiento de su inutilidad. Me refiero a la inutilidad que consiste en una desobediencia total y generalizada. La inutilidad o imposibilidad de prohibir es uno de los efectos más desastrosos de la democracia como partitocracia selectiva. La renuencia o más bien denodada resistencia ante la sola idea de prohibir no es, a primera vista, sino miedo electoral; el poder ejecutivo se siente amenazado de antemano por "colectivos" -como dicen- demasiado numerosos y gregarios -el de los estudiantes, sin ir más lejos-, capaces de organizarle una zalagarda callejera que afecte a sus expectativas electorales. Sin embargo, ante "costumbres", como son las formas de ocio y diversión, que el enorme incremento del gregarismo y la intercomunicabilidad han unificado hoy en un modelo internacional, la inutilidad de toda posible prohibición gubernativa -con zalagardas o sin zalagardas- disipa cualquier acusación de cobardía electoral a los que se sometan al actualmente ineluctable imperativo -por no decir tiranía- de la tolerancia. Las costumbres de ocio y de relación social de los grupos de edad por los que se interesa la enseñanza oficial no sólo han multiplicado por cien su poder cultural y educativo, sino que, por la homogeneización internacional, han adquirido, en relación con los poderes públicos, una hegemonía hasta hoy desconocida. Siempre ha sido el grupo el que educa, sólo que en otros tiempos era menos fuerte que todo el resto de la sociedad. Esto, naturalmente, es sólo resultado, apariencia inmediata ante los ojos de la opinión; cualquier aumento de fuerza, y, entre ellos, de manera especialmente acentuada, el del grupo de edad que nos ocupa, procede hoy del imponente poder determinante del mercado, cómplice incondicional de la incondicionada avidez de infancia y juventud. Las pautas de la publicidad Al mercado pertenece, por lo demás, el que es hoy prácticamente único y supremo educador: la publicidad en general y especialmente la de la televisión. En todos los grupos de edad es la publicidad la que gobierna las pautas y determina los criterios de la comparación social. Esta comparación -hoy elevada al grado de obsesión- es la que dicta la aceptación, la integración y hasta el prestigio social del individuo. Respecto de los niños, ya comenté en su día el consultorio de un Suplemento de salud del Abc del 9 de julio de 2000, que lo expresaba certeramente a propósito de las marcas de zapatos: "Ser propietarios de marcas determinadas -decía el consultor- representa un código de integración". El imponente poder pedagógico de la publicidad tiene ya derrotado de antemano cualquier otro intento educativo. Estoy contando una historia archisabida y mil veces contada en tonos diferentes, una evidencia palmaria a cada instante como la luz del día. Mas, sin que nadie niegue esa evidencia, hay dos maneras de eludirla defensivamente: la primera es decir, con sincera o forzada convicción: "¿Y qué hay de malo en ello?"; la segunda es la que tan penetrantemente apunta Sigmund Freud (y que yo designaría como "apología consolatoria de los hechos tozudos") con estas palabras: "Si uno está destinado a la muerte preferirá estar sometido a una ley natural ineluctable, la sublime 'Anánke', y no a una contingencia que tal vez habría podido evitarse". El mercado es ya naturaleza del mismo orden de necesidad que el hambre misma. La publicidad, que hoy ya le es absolutamente imprescindible, se defiende con el que es uno de los máximos tabús de prohibición de la llamada democracia: el tabú de la censura. La censura es totalitaria. La democracia vive de la ilusión de libertad que le produce la execración del totalitarismo. Al mercado le conviene la democracia; no sabemos si será verdad lo inverso: el que a la democracia le convenga igualmente el mercado. El mercado permite muchas cosas y regala otras muchas, pero también exige, obliga y hace renunciar a algunas; esto lo suelen resolver y pacificar diciendo que las segundas son "el tributo" que hay que pagar por las primeras. Uno de esos tributos es, precisamente, el de tener que renunciar a toda posible "educación para la ciudadanía" que no sea la suya; quiero decir la de la publicidad. Cuántas veces, frente a ciertos, no deseados, fenómenos sociales, como este de la actual manera de relacionarse y divertirse los muchachos, se oye decir: "Esto se arreglaría con un buen sistema educativo"; los que así se pronuncian no se dan cuenta de que aquello que querrían arreglar con la Educación -la oficial, se sobrentiende- forma precisamente parte de las condiciones de posibilidad indispensables para que esa educación que echan de menos pueda impartirse.