16 diciembre, 2009

Toros, lengua y estigma

VÍCTOR GÓMEZ PIN EL PAIS16/12/2009
El 18 de diciembre se debatirá en el Parlament de Catalunya la aceptación a trámite de una iniciativa popular tendente a abolir las corridas de toros. Esta medida se inscribe en una secuencia de proyectos análogos, con arranque en abril de 2004, tras la declaración consistorial de Barcelona como ciudad anti-taurina.

Un segundo paso fue la moción abolicionista presentada también en el Parlament hace tres años, votada favorablemente, aunque postergada a efectos prácticos, quizás por la dificultad para asumir un provocativo párrafo que -evocando pretendidos estudios científicos- atribuía a los taurinos tendencias al abuso "hacia miembros de la sociedad, percibidos por los agresores como más débiles, como pueden ser las mujeres, los niños, los mayores o las personas inmigradas". Que nunca nadie haya pedido disculpas por esas palabras muestra que percibidos como débiles en Cataluña son en todo caso los taurinos, ya que pueden ser vejados en condiciones de total impunidad.

La abolición de las corridas de toros es ahora presentada como el corolario de un proyecto más general, que tendría marcado tono ecologista, apuntando a revitalizar el sentimiento de nuestra pertenencia a la naturaleza y la exigencia de proteger la biodiversidad. Tras estos argumentos abolicionistas es indudable que subyace un enorme problema filosófico y científico, en el que está en juego la concepción misma del hombre y de su lazo con las demás especies. Desde luego, una interpretación reduccionista del alto grado de homología genética que se da entre humanos y otros animales puede dar lugar a una revolución en el concepto que tenemos de comportamiento ético. Éste no pasaría ya por la exigencia de no instrumentalizar a los seres de razón, de tratar al hombre como un fin y nunca como un medio, sino por la empatía con todos los seres susceptibles de sufrimiento, en cualquier caso con aquellos dotados de sistema nervioso central.

Esta nueva ética tendría sin duda la dificultad de la coherencia, pues ¿cómo renunciar a la instrumentalización -empezando por esa forma mayor que es alimentarse de ellos- de seres dotados de sistema nervioso central, sin poner en entredicho las condiciones mismas de supervivencia de los humanos?

Una de las organizaciones que apoya la abolición con loable coherencia (pues, a diferencia de otras, se niega a hacer excepción de las fiestas consideradas oriundas de Cataluña, y que quedan prácticamente blindadas si prospera la presente iniciativa) dice en una resolución interna que "la tortura y los espectáculos crueles e inhumanos con los animales no pueden justificarse bajo la consigna de la tradición y la cultura". No puedo estar más de acuerdo.

Si la corrida de toros transgrediera ciertos imperativos éticos universales e irrenunciables (cosa que sí hace el que practica la vivisección sin anestesia de mamíferos superiores, o simplemente maltrata a su perro, confinándole en espacios donde no puede realizar su naturaleza) sería simplemente obsceno pretender defenderla en base a argumentos de fidelidad a tradiciones. El problema reside precisamente en determinar si la tauromaquia infringe alguno de estos imperativos absolutos. Obviamente los taurinos lo niegan y hasta suelen manifestar su sorpresa de que pueda considerárseles enemigos del pensamiento ecológico, o de carecer de sensibilidad para con los animales. Ecólogos, desde preservadores de medio ambiente en la baja Andalucía hasta responsables de los parques de la Camarga francesa; economistas, ganaderos o veterinarios, coinciden en que el mantenimiento de esos espacios que son las dehesas (parques auténticamente naturales, donde un animal criado por el hombre goza de condiciones para realizar su naturaleza específica, es decir, para actualizar todas las potencialidades para las cuales se halla genéticamente dotado) sería inviable sin la fiesta de los toros. Y enfatizan el hecho de que para el toro la corrida no significa tanto sufrimiento como combate (de 15 minutos tras una vida enteramente libre de más de cuatro años), combate que en absoluto rehúye, lo cual sería incomprensible si se busca la analogía con un ser torturado.

Los taurinos ponen asimismo de relieve que su contemplación del sacrificio del animal nada tiene que ver con una complacencia ante el sufrimiento del mismo. El sacrificio sería simplemente el precio por un rito de marcado peso simbólico y artístico, precio no mayor que el de tantos otros que se dan en las culturas europeas o no europeas.

¿Argumentos discutibles? Sin lugar a dudas, pero en cualquier caso es lógico exigir que no se tomen decisiones irreversibles al respecto antes de que un debate sereno haya tenido lugar, debate que ha de comprometer a sociólogos, ecólogos, filósofos, genetistas, artistas, etcétera. Las decisiones políticas en materia de costumbres y de ética han de ser expresión de este sereno deliberar y no preceder o sustituirse al mismo.

El problema ético de la relación con los animales afecta hoy a muchos colectivos, desde consumidores de ciertos productos gastronómicos, hasta pescadores, pasando por empresarios de la avicultura industrial o propietarios de animales domésticos. La misma dificultad que presenta la generalización de prohibiciones que supondrían la desaparición de actividades de gran peso económico hace que las propuestas abolicionistas sean permanentemente diferidas.

Los taurinos tienen, sin embargo, la sensación de una suerte de agravio comparativo y que, aun en una sociedad en la que muchas otras actividades susceptibles indiscutiblemente de violentar la conciencia ecologista o animalista son toleradas (simplemente por la relación de fuerzas), los taurinos son erigidos en chivos expiatorios, en nombre de una utilización política de la ecología, a veces sin relación con la ciencia ecológica, de cuyos corolarios los taurinos serían quizás ardientes defensores, simplemente si se les diera la posibilidad de posicionarse en un debate racional.

Y en otro orden de cosas, la radicalidad de los anatemas que se vierten sobre la fiesta de los toros es vivida como una suerte de repudio, no sólo por los taurinos, sino por tantos otros ciudadanos de Cataluña que, sin haber pisado nunca una plaza de toros, saben que la tauromaquia constituye una referencia de primer orden y una nota de identidad cultural para algunos de sus amigos o conocidos, y que lo era en cualquier caso para sus mayores. Entre estos últimos, a veces personas que fueron víctimas de la depredación económica por el franquismo de sus lugares de origen, y en consecuencia dolosamente forzadas a emigrar; personas que hoy son parte incuestionada del tejido social de Cataluña y probablemente han apoyado en su mayoría a las organizaciones constitutivas del llamado Tripartit; personas que hoy son padres de jóvenes cuya lengua propia es el catalán, y que no aciertan a entender que, en nombre de la pretendida voluntad de estos mismos hijos, se repudie algo que ha marcado hasta las metáforas de su lenguaje; personas en definitiva que sí han apostado a que una Cataluña soberana -y eventualmente independiente- se forjaría como espacio integrador de la diversidad de lenguas y culturas de los que en ella habitan: "No estigmatizar ni a los que están en contra ni los que están a favor, sea cual sea su idioma de origen", decía el entonces alcalde Joan Clos, tras el pleno que declaraba el carácter antitaurino de la ciudad de Barcelona. Si se trataba meramente de defensa de los animales, ¿a qué venía esta farisaica alusión a la lengua? Conviene, en efecto, evitar que ese sello candente al que remite la palabra estigma sea impreso como marca de infamia, ni siquiera en aquellos que "por su idioma o su origen" podrían ser considerados mayormente susceptibles de abrigar vergonzosos sentimientos de empatía con lo que significa la fiesta de los toros.

24 octubre, 2009

Platón hoy

LA ATMOSFERA DE LIBERTAD VACIA DE EDUCACION Y DE UN JUSTO SISTEMA DE VALORES PERMITE, POR SU FRAGILIDAD Y PERMEABILIDAD, QUE APAREZCAN OTRA VEZ LOS FACTORES QUE MUEVEN LA DISCORDIA Y DIVIDEN LA SOCIEDAD: EL EGOISMO Y LA IGNORANCIA.

" -¿Y no es también el ansia de aquello que la democracia define como su propio bien lo que disuelve a ésta?

-¿Y qué es eso que dices que define como tal?

-La libertad -repliqué-. En un Estado gobernado democráticamente oirás decir, creo yo, que ella es lo más hermoso de todo y que, por tanto, sólo allí vale la pena de vivir a quien sea libre por naturaleza.

-En efecto -observó -, estas palabras se repiten con frecuencia.

-¿Pero acaso -y esto es lo que iba a decir ahora- el ansia de esa libertad y la incuria de todo lo demás no hace cambiar a este régimen político y no lo pone en situación de necesitar de la tiranía? -dije yo.

-¿Cómo? -preguntó.

-Pienso que, cuando una ciudad gobernada democráticamente y sedienta de libertad tiene al frente a unos malos escanciadores y se emborracha más allá de lo conveniente con ese licor sin mezcla, entonces castiga a sus gobernantes, si no son totalmente blandos y si no le procuran aquélla en abundancia, tachándolos de malvados y oligárquicos .

-Efectivamente, eso es lo que hacen-dijo.

-Y a quienes se someten a los gobernantes -dije- les injuria como a esclavos voluntarios y hombres de nada; y a los gobernantes que se asemejan a los gobernados y a los gobernados que parecen gobernantes los encomia y honra así en público como en privado. ¿No es, pues, forzoso que en una tal ciudad la libertad se extienda a todo?

-¿Cómo no?

-Y que se filtre la indisciplina, ¡oh, querido amigo!, en los domicilios privados -dije- y que termine por imbuirse hasta en las bestias .

-¿Cómo ha de entenderse eso que dices? -preguntó.

-Pues que el padre -dije- se acostumbra a hacerse igual al hijo y a temer a los hijos, y el hijo a hacerse igual al padre y a no respetar ni temer a sus progenitores a fin de ser enteramente libre; y el meteco se iguala al ciudadano y el ciudadano al meteco y el forastero ni más ni menos.

-Sí, eso ocurre -dijo.

-Eso y otras pequeñeces por el estilo -dije-: allí el maestro teme a sus discípulos y les adula; los alumnos menosprecian a sus maestros y del mismo modo a sus ayos; y, en general, los jóvenes se equiparan a los mayores y rivalizan con ellos de palabra y de obra, y los ancianos, condescendiendo con los jóvenes, se hinchen de buen humor y de jocosidad, imitando a los muchachos, para no parecerles agrios ni despóticos.

-Así es en un todo -dijo.

-Y el colmo, amigo, de este exceso de libertad en la democracia -dije yo- ocurre en tal ciudad cuando los que han sido comprados con dinero no son menos libres que quienes los han comprado. Y a poco nos olvidamos de decir cuánta igualdad y libertad hay en las mujeres respecto de los hombres y en los hombres respecto de las mujeres.

[...]
 
-La demasiada libertad parece, pues, que no termina en otra cosa sino en un exceso de esclavitud lo mismo para el particular que para la ciudad.

-Así parece, ciertamente.

-Y por lo tanto -proseguí- es natural que la tiranía no pueda establecerse sino arrancando de la democracia; o sea que, a mi parecer, de la extrema libertad sale la mayor y más ruda esclavitud

-Eso es lo natural, en efecto -replicó."

                                                                                                                Platón; La República, 562 b ss.

15 septiembre, 2009

Actualidad

"La revolución cultural y comunicacional que se está produciendo en nuestras sociedades ricas y desarrolladas combate, con una extraordinaria intolerancia y en nombre de la tolerancia, cualquier jerarquía espiritual, moral y estética, es decir la esencia misma de la educación."

MARC FUMAROLI, La educación de la libertad

12 septiembre, 2009

Cosas que se olvidan

NO conviene, como solemos, confundir la educación con la enseñanza. En la vieja Roma, decían de un mocito que estaba bene educatus si su familia había sido capaz de inculcarle buenos hábitos de conducta y modales adecuados. Si, además, su nivel de instrucción era el fruto de una enseñanza exigente, se la consideraba eruditus. Nuestro drama, aquí y ahora, es que ni lo uno ni lo otro.

07 septiembre, 2009

Disparad contra la Ilustración

RAFAEL ARGULLOL 07/09/2009

En los últimos tiempos, algunos de los mejores profesores abandonan precipitadamente la Universidad acogiéndose a jubilaciones anticipadas. Con pocas excepciones, las causas acaban concretándose en dos: el desinterés intelectual de los estudiantes y la progresiva asfixia burocrática de la vida universitaria. La mayoría de los profesores aludidos son gentes que en su juventud apostaron por aquel ideal humanista e ilustrado que aconsejaba recurrir a la educación para mejorar a la sociedad y que ahora se baten en retirada, abatidos algunos y otros aparentemente aliviados ante la perspectiva de buscar refugio en opciones menos utópicas.
El primero de los factores es objeto de numerosos comentarios desde hace dos o tres lustros. Un amigo lo resumía con contundencia al considerar que los estudiantes universitarios eran el grupo con menos interés cultural de nuestra sociedad, y eso explicaba que no leyeran la prensa escrita, a no ser que fuera gratuita, que no acudieran a libros ajenos a las bibliografías obligatorias o que no asistieran a conferencias si no eran premiadas con créditos útiles para aprobar cursos. Aunque podría matizarse la afirmación de mi amigo, en términos generales responde a una realidad antipática pero cierta, por más que todos los implicados en el circuito de la enseñanza reconozcan que no se trata de la mayor o menor inteligencia o sensibilidad de los universitarios actuales con respecto a generaciones precedentes, sino de otra cosa.
Esta "otra cosa" es lo que ha desgastado irreparablemente a los profesores que optan por marcharse a casa. Éstos no se han sentido ofendidos tanto por la ignorancia como por el desinterés. Es decir, lo degradante no ha sido comprobar que la mayoría de estudiantes desconocen el teorema de Pitágoras -como sucede- o ignoran si Cristo pertenece al Nuevo o al Antiguo Testamento -como también sucede-, sino advertir que esos desconocimientos no representaban problema alguno para los ignorantes, los cuales, adiestrados en la impunidad ante la ignorancia, no creían en absoluto en el peso favorable que el conocimiento podía aportar a sus futuras existencias.
Naturalmente, esto es lo descorazonador para los veteranos ilustrados, quienes, tras los ojos ausentes -más soñolientos que soñadores- de sus jóvenes pupilos, advierten la abulia general de la sociedad frente a las antiguas promesas de la sabiduría. Los cachorros se limitan a poner provocativamente en escena lo que les han transmitido sus mayores, y si éstos, arrodillados en el altar del novorriquismo y la codicia, han proclamado que lo importante es la utilidad, y no la verdad, ¿para qué preferir el conocimiento, que es un camino largo y complejo, al utilitarismo de laposesión inmediata? Sería pedir milagros creer que la generación estudiantil actual no estuviera contagiada del clima antiilustrado que domina nuestra época, bien perceptible en los foros públicos, sobre todo los políticos. Ni bien ni verdad ni belleza, las antiguallas ilustradas, sino únicamente uso: la vida es uso de lo que uno tiene a su alrededor.
Esta atmósfera antiilustrada ha penetrado con fuerza también en el organismo supuestamente ilustrado y, con frecuencia, anacrónico de la Universidad. Ahí podríamos identificar la otra causa del descontento de algunos de los profesores que optan por el retiro, originando, en el caso de los mejores, una auténtica sangría intelectual para la Universidad pública, cuyo coste social nadie está evaluando. A este respecto, la renovación universitaria ha sido sumamente contradictoria en estos últimos decenios. De un lado ha existido una notable voluntad de adaptación a las nuevas circunstancias históricas, con particular énfasis en ciertas tecnologías e investigaciones de vanguardia como la biogenética; de otro lado, sin embargo, las viejas castas universitarias, rancios restos feudales del pasado, han sido sustituidos por nuevas castas burocráticas, que predican una hipotética eficacia que muchas veces roza peligrosamente el desprecio por la vertiente científica y cultural de la Universidad. En los mejores casos, por consiguiente, los centros universitarios se aproximan al funcionamiento empresarial eficaz, y en los peores, a una suerte de academia de tramposos.
Lógicamente, ni unos ni otros resultan satisfactorios para el profesor que quería adaptar el credo ilustrado al presente. Si la Universidad pública se articula sólo con intereses empresariales, está condenada a aceptar la ley de la oferta y la demanda hasta extremos insoportables desde el punto de vista científico. Los estudios clásicos o las matemáticas nunca suscitarán demandas masivas ni estarán en condiciones de competir con las carreras más utilitarias. Pero el día en que el consumo de tecnología no suscite ya ninguna curiosidad por los principios teóricos que posibilitaron el desarrollo de la técnica y la Universidad se pliegue a esa evidencia, lo más coherente será rendirse definitivamente y olvidarse de que en algún momento existió algo parecido a un deseo de verdad.
Mientras esto no suceda, al menos definitivamente, el riesgo de una Universidad excesivamente burocratizada es el triunfo de los tramposos. No me refiero, desde luego, a los tramposos ventajistas que siempre ha habido, sino a los tramposos que caen en su propia trampa. La Universidad actual, con sus mecanismos de promoción y selectividad, parece invitar a la caída. En consecuencia, los jóvenes profesores, sin duda los mejor preparados de la historia reciente y los que hubiesen podido dar un giro prometedor a nuestra Universidad, se ven atrapados en una telaraña burocrática que ofrece pocas escapatorias. Los más honestos observan con desesperanza la superioridad de la astucia administrativa sobre la calidad científica e intentan hacer sus investigaciones y escribir sus libros a contracorriente, a espaldas casi del medio académico. Los oportunistas, en cambio, lo tienen más fácil: saben que su futura estabilidad depende de una buena lectura de los boletines oficiales, de una buena selección de revistas de impacto donde escribir artículos que casi nadie leerá y de un buen criterio para asumir los cargos adecuados en los momentos adecuados. Todo eso puntúa, aun a costa de alejar de la creación intelectual y de la búsqueda científica. Pero, ¿verdaderamente tiene alguna importancia esto último en la Universidad antiilustrada que muchos se empeñan en proclamar como moderna y eficaz?
Los veteranos profesores de formación humanista que últimamente abandonan las aulas creen que sí. Por eso se retiran. No obstante, es dudoso que su gesto tenga repercusión alguna. Para tenerla debería encontrar alguna resonancia en el entorno en que se produce. No es así. Nuestra Universidad, como nuestra escuela, es un mero reflejo. La sociedad en la que vivimos no sólo no tiene intención de compartir los ideales ilustrados, juzgados ilusorios e inservibles, sino que dispara contra ellos siempre que puede. Desde el escaño, desde la pantalla, desde el estudio, desde donde sea. El pensamiento ilustrado no ha demostrado que proporcionara la felicidad. Y esto se paga.

26 agosto, 2009

Entrevista a Marc Fumaroli


"Los referentes de verdadera grandeza han desaparecido"

Marc Fumaroli (Marsella, 1932), escritor, historiador, miembro de la Academia Francesa, abomina de lo moderno por lo moderno y de lo políticamente correcto por definición. Atildado, cultísimo, ceremonioso y elegante, recibe a EL PAÍS en un despacho del Collège de France, del que es profesor honorario. Desde hace años, el amable y educado estudioso del arte y la retórica se ha convertido en un brillante y ácido crítico de la sociedad cultural del presente más rabioso y de sus manifestaciones artísticas contemporáneas, de las que él, por lo general, abomina explicando el porqué. Su polémico libro El Estado cultural (Acantilado) da fe de su preocupación por el mundo en el que vive. Recientemente, ha ganado el Premio Reino de Redonda, que concede desde 2001 la editorial del mismo nombre, del escritor Javier Marías.
PREGUNTA. ¿Contento con este premio?
RESPUESTA. No sólo contento: muy orgulloso. El jurado está compuesto por personalidades internacionales de calidad e independencia absolutas. Es más que el Nobel, porque al jurado del Nobel no lo conoce nadie y está influido por lo políticamente correcto. Y este jurado es completamente incorrecto.
P. ¿Por qué ha elegido como título del Reino de Redonda el de Duke of Houyhnhnms? (en referencia a "aquellos caballos de Los viajes de Gulliver, de Swift, 'que nos hacen avergonzarnos de nuestra humanidad").
R. Porque adoro Los viajes de Gulliver, un gran libro irónico. Creo que Schopenhauer sostenía que los tres grandes libros alegóricos del mundo son El Quijote, Los viajes de Gulliver y El Criticón de Gracián. En Los viajes..., Gulliver descubre toda suerte de monstruos, todos humanos, y después encuentra un mundo habitado por caballos inteligentes y generosos, denominados Houyhnhnms, que viven juntos en una sociedad utópica. Creo que ése es buen sitio para instalarme y ponerme el título de Duke.
P. El jurado ha reconocido su labor a la hora de tender puentes con el pasado. ¿Está de acuerdo?
R. Sí, con la condición de definir "pasado". Yo no soy un pasadista en absoluto. El pasado en cuanto pasado no me interesa, porque es algo que tiende a la desaparición. Yo creo, eso sí, en la inteligencia de lo mejor de la humanidad, en el tesoro cultural acumulado a lo largo de los siglos. Desde Homero hasta Joyce, desde Platón y Aristóteles hasta San Agustín y Santo Tomás. Esta tradición literaria y filosófica no ha creado un mundo estable y habitable, pero nos permite mirar en el que vivimos con distancia, con una mirada crítica, no nos deja encerrarnos en nuestras ilusiones.
P. ¿En nuestras ilusiones?
R. Sí, ilusiones que acaban en un desengaño. Hay toda una corriente ciega que sostiene que el mundo moderno se ha desarrollado gracias al egoísmo. Hay que buscar por otros lados, convencernos de que el camino que hemos tomado no es el bueno.
P. ¿Cuándo perdimos el camino correcto?
R. Lo perdimos con la filosofía anglosajona del siglo XVIII, con Locke y Adam Smith, entre otros. En el fondo, el mundo de ahora es el mundo del todos contra todos, en el que han desaparecido todos los referentes de verdadera grandeza, en el que la admiración, la emulación o la educación es imposible. Cada uno debe aprender por sí mismo. Los jóvenes no poseen nada que les haya sido transmitido por las generaciones precedentes y ellos no transmitirán nada a los que les vendrán después.
P. En su último libro publicado en Francia, París-New York et retour, compara la cultura americana y la europea.
R. No tanto la cultura en el sentido universal como la imagen. Considero que la imagen y por tanto la imaginación se encuentran en la base del conocimiento humano. Así que me pregunté dónde se encuentran las imágenes contemporáneas y las he estudiado a la luz del pasado. Y me he dado cuenta de que estamos sumidos en un régimen de imágenes, en principio, feas, sin futuro, de una materia pobre, digital, que se emiten en pantallas, que son efímeras. Y están por todos lados, nos asaltan desde que nos levantamos de la cama. Y esto condiciona nuestra imaginación, la constriñe.
P. Así que somos más pobres en cuanto a imágenes que en el siglo XVII, por ejemplo.
R. Efectivamente, porque las de ahora son imágenes industriales que ejercen una presión irresistible. Yo soy un apasionado del arte. Y creo que las imágenes comerciales que nos invaden, y sus hermanas gemelas, las que están en las galerías de lo que se denomina "arte contemporáneo", no son en realidad arte: son mero producto de la técnica y del mercado. Imágenes artísticas hay muy pocas. Antes, tenían el poder de educar los sentidos y la sensibilidad. Y eran, cómo decir, más nutritivas desde el punto de vista artístico que el océano en el que nosotros estamos sumergidos. No es que lo de entonces fuera el ideal, pero si comparamos una cosa y otra, no estoy seguro de que no nos hayamos llevado la peor parte.
P. Usted ha acuñado el término cultura pizza. ¿Qué significa?
R. Responde a la idea de que no ya no hay tradición nacional, tradición local, de que todo debe ser mestizo, un collage, una instalación, un vídeo, de que todo debe ser una mezcla, de que todo debe ser kitsch. La alta cultura, a lo largo de los siglos, ha estado unida a la tierra, al aire, a la misma luz de un lugar que permanece. El hombre necesita una cultura para adaptarse a la naturaleza. En un mundo completamente técnico como el nuestro nuestra relación con la naturaleza casi ha desaparecido.
P. Es usted muy pesimista
R. No. No soy pesimista, porque los pesimistas creen que la humanidad está completamente corrompida y que avanza hacia la autodestrucción. Yo no creo eso: la humanidad tiene un fondo tan excelente como desastroso. Pero ese fondo excelente tropieza con la megalomanía, la ambición desmesurada o, simplemente, con la maldad egoísta. Entre esas dos fuerzas se libra siempre un combate. Y los pocos que tienen algo noble dentro de ellos, lejos de desesperarse, se esfuerzan en compensar esa pulsión autodestructiva de la otra parte. Esa lucha está representada en esas dos parejas de personajes alegóricos, una de Rabelais y la otra de Cervantes: Pantagruel es un gigante generoso y Panurge es un tipo egoísta, avaro, vengativo, mezquino y tramposo. No se puede entender la humanidad sin esos dos polos opuestos. Sólo en el paraíso o en la utopía uno encontraría un mundo poblado sólo de pantagrueles. La otra pareja, claro, es Don Quijote, ese idealista español, esa suerte de Cristo caballeresco, y Sancho, presa de sus pequeñas ambiciones. La diferencia entre las dos parejas es que mientras Pantagruel y Panurge son completamente antitéticos, Don Quijote y Sancho no lo son del todo. Sancho tiene un lado muy simpático y, además, el sentido común que le falta a Don Quijote. Cervantes es relativamente más filantrópico que yo. Yo estoy más cerca de Rabelais y de Swift. -

Martes Literarios-Félix de Azúa-UIMP Santander 2009

12 julio, 2009

Leyendo


AGUSTÍN GARCÍA CALVO
Para intentar que no se siga confundiendo la lengua con la escritura: la lengua (recuérdalo, lector) no es de nadie, y se le da a cualquiera sin distinción de clase o sexo, el solo invento que no se vende, gratuito más que el agua o que el aire: la escritura, en cambio, tiene dueño: es de los señores, de los sacerdotes y, bajo el régimen democrático, de todo el que en la escuela la haya adquirido, sabiendo que vale mucho y que sólo con ella puede manejarse en este mundo y ganar puestos en la escala de la sociedad; como que escritura es la cultura, y en ella está el comienzo mismo de la historia: de lo de antes, de cuando habría por ahí hablando gente, sin huella y registro escrito, no se sabe.
Esta diferencia parece clara, ¿no? Y, sin embargo, habrán de seguirse confundiendo, porque es que el Orden Social, y uno mismo en sus adentros, tiene sumo interés y gran empeño en que se confundan, esto es, en que la lengua no sea otra cosa que la escritura, la cultura, que es lo que ellos saben y manejan, y aun le ponen reglas y lo pagan debidamente, mientras que descubrir lo que ni uno ni sus amos saben, que hay algo por debajo de lo sabido y que uno (ni sus amos) no sabe lo que hace cuando habla, y que habla así de bien gracias a que no lo sabe, eso (¿verdad, lector?) es algo peligroso, y por lo tanto se rehuye.
Algo hay que aclarar en este trance: que es que domina mucho la idea de separar lo que hacen otros medios, como la televisión ante todo, y contraponerlo con la escritura y la lectura, y así, con la mejor intención, se lanzan campañas a favor de la lectura contra la entrega a la pantalla de televisores y ordenadores; pero no es así: todos los medios de formación de personas, por imágenes "que dicen más que mil palabras" o por conversión de las palabras (escritas) en números de códigos digitales, no son más que desarrollos de la escritura, y se sobreponen igualmente a la lengua viva; también, a su modo, las grabaciones de la voz, que ya, al reproducirse, no pueden decir acaso algo, sino sólo lo que está dicho.
¿Es esto un desprecio de la lectura? No, lector: ni siquiera esto mismo que te escribo habría alcanzado a descubrirlo sin la ayuda de algunas cosas que de vez en cuando se han dejado escribir los pocos sabios que en el mundo han sido; ni aun la voz de aquellos que, como Sócrates o Cristo, sentían ya la traición de la escritura y la rechazaban, habría llegado hasta nosotros a no ser por medio de los escribidores, Platón o los evangelistas: de tantas contradicciones estamos hechos, y gracias por ello a los ángeles sin nombre que se nos entrecruzan por el camino.
Pero óyeme, lector, si puedes, todavía un poco: es cierto que, ya de hace siglos, se nos ha impuesto la técnica de leer con los ojos, sin musitar siquiera con los labios, y hasta la habilidad de leer en diagonal, de un vistazo, páginas enteras; pero eso no quita, ni acaba de matarlo nunca, la posibilidad de leer en voz alta, esto es, de devolver las palabras escritas a los aires.
Todavía no hace mucho (hasta el triunfo casi global, hace cosa de un siglo, del régimen democrático) duraba en las escuelas mismas la costumbre de que los niños aprendieran de memoria fábulas u otras poesías que pudieran luego recitar en alta voz y hasta uno solo musitárselas a sí mismo de vez en cuando; y duraba en algunos sitios la tradición de poesía popular (es decir, anónima), no sólo de canciones o baladas, sino también de largas epopeyas; que, aunque a veces se anotaran para ayuda de la memoria, volvían a vivir en el canto o recitado; y hasta, ¡qué diablos!, yo mismo (ya ves, lector, cómo es uno de viejo y fiel) no hago más que arrancar de los escritos donde las he aprendido largas tiradas de Homero, Safó, Píndaro, Virgilio, Horacio, fray Luis de León, Machado, Unamuno..., para echarlas al aire mientras me afeito o canturreármelas para adormecerme un poco al estrépito de la feria.
Claro está, lector, que, al leer así, al volver de la escritura a la lengua viva y dejar a las palabras libres por el aire, ellas van inevitablemente a mudarse, a olvidarse de la fidelidad a lo escrito y venir a dar, con más o menos aciertos o desgracias, en incesantes variaciones, como sólo en variaciones la poesía anónima vivía: ése es el peligro de esta manera de leer, y ésa es (o ¿qué otra cosa te creías?) la libertad; la de las palabras, hombre.

04 junio, 2009

PAIS

Como comprenderán fácilmente, no tengo la costumbre de leer informes del Parlamento Europeo ni de ningún otro Parlamento; sin embargo, a instancias de un amigo jurista, he leído un documento que les recomiendo si les gusta la literatura de terror: se trata del informe elaborado por la diputada danesa Marguete Auken sobre "el impacto de la urbanización extensiva en España en los derechos individuales de los ciudadanos europeos, el medio ambiente y la aplicación del Derecho comunitario". Es un texto de 30 páginas que se puede leer tanto como un relato espeluznante cuanto como un pequeño tratado acerca de las peores conductas en materia política y moral.
De hecho, yo introduciría el informe de la señora Auken como lectura obligatoria en escuelas y universidades, y además, exigiría su conocimiento detallado previo a todo candidato a ocupar un cargo público. Ustedes se preguntarán por qué muestro tanto entusiasmo por ese documento redactado con la falta de gracia que caracteriza a este tipo de escritos, y la respuesta es que puede considerarse un espejo contundente que refleja, sin florituras ni hipocresías, la abyección incrustada sórdidamente en nuestra vida pública.
Lo que de entrada llama más poderosamente la atención es la conspiración del silencio que rodea al asunto y que se explica por la vergonzosa alianza de los eurodiputados socialistas y populares españoles en el momento de rechazar el informe de Auken que, no obstante, fue aprobado por el Pleno del Parlamento Europeo a finales del pasado mes de marzo por 349 votos contra 110, con 114 abstenciones. Una arrolladora mayoría a la que se opusieron hasta el final populares y socialistas, tan lamentablemente estos últimos que, según informaron los periódicos al día siguiente de la votación, Michael Cashman, socialista también él y autor de un informe previo sobre el tema, acabó votando a favor de la resolución.
Leído el escrito no extraña en absoluto aquella conspiración de silencio, pues son tantos quienes quedan retratados que apenas es comprensible que un escándalo de tales dimensiones haya podido oscurecerse con permanente disimulo durante décadas. Fíjense, además, que, condenada España severamente por la impunidad que ha rodeado a la corrupción, tampoco con posterioridad nuestros foros parlamentarios se han hecho eco de la resolución europea y, cómplices entre sí los diversos partidos, ha continuado la alegre política de poner la cabeza bajo el ala.
Personalmente, la sensación más desagradable que me ha quedado tras la lectura del informe Auken es que el gran saqueo, la devastación sistemáticadel litoral español, y no sólo del litoral -una devastación que afectará a varias generaciones, las cuales señalarán a la nuestra como culpable-, es algo acaecido durante la democracia y no antes, en el franquismo. Los destrozos heredados de éste se han multiplicado, en las décadas democráticas, hasta límites insoportables. La conclusión no es difícil: nuestra democracia ha sido tan débil y tan poco vigilante que ha aupado una auténtica antidemocracia que pone en cuestión, como actualmente se está comprobando, muchos de nuestros supuestos avances.
Esta idea inquietante se desarrolla exhaustivamente en el informe con una relación minuciosa de hechos igualmente inquietantes cuyos protagonistas tienen en común la codicia, una concepción mafiosa de la política y un sentimiento de impunidad que resulta tanto más irritante por el descaro con que se manifiesta. De hacer caso a Auken, y al Pleno del Parlamento Europeo, la responsabilidad del desastre se propaga por todos los círculos del Estado español, desde el más general al más local. En este peculiar relato de terror se cita con la misma dureza a la Generalitat valenciana en manos de los populares que a la socialista Junta de Andalucía, tuteladora de diversos pillajes en Almería y sustentadora, por acción u omisión, de esa peculiar joya de la corona de la corrupción que ha sido Marbella. Al igual que sucede con todo buen relato de terror hay también en el texto pasajes cómicos, como las trampas que diversos funcionarios tienden a las comisiones de investigación enviadas desde Bruselas o las aireadas protestas de castizos alcaldes quejosos con la intromisión de las narices nórdicas en las suculentas recalificaciones de los terrones mediterráneos.
A estas alturas, y con murallas de hormigón por todos lados, sabemos perfectamente que sólo a la sombra de políticos ventajistas ha podido tejerse la telaraña de especulación y codicia de la que ahora parecemos lamentarnos. Sin embargo, lo grave es que ya lo sabíamos. Estos años de destrucción del territorio del patrimonio han transcurrido a la vista de todos. Bastaba coger el Euromed para comprobar lo que ocurría en la costa castellonense o alicantina; bastaba atender al vértigo de los precios de las viviendas, presentado a menudo como signo de nuestro progreso colectivo, para percibir que algo nauseabundo se cocinaba a nuestro alrededor.
¿A nuestro alrededor? Con su crudeza estilística Marguete Auken pone el dedo en la llaga al describir la corresponsabilidad de los ciudadanos en la callada aceptación del delito. Es cierto que a la cabeza del cortejo de la corrupción han marchado políticos vendidos, especuladores o avariciosos y prestamistas fraudulentos, pero ¿y tras ellos? Conchabados promotores inmobiliarios, concejales e instituciones financieras, ¿qué hacían los jueces? Según Auken, poco, y lo poco que hacían lo hacían tan lentamente que es como si no hicieran nada. La policía iba en consonancia con los jueces. Pero tampoco los otros estamentos ciudadanos ofrecieron resistencia. Los medios de comunicación han reaccionado tarde y los ciudadanos han acabado horrorizándose como consumidores más que como ciudadanos.
Hasta aquí el relato de terror con que la señora Auken ha descrito vivamente, con ingenuidad nórdica y con toda la razón del mundo, el gran saqueo de lo que pertenecía al futuro por parte de nuestros modernos depredadores. Casi nada más se puede añadir al cuadro trazado que, en buena medida, explica las dramáticas percepciones sobre la actual crisis económica.
Aunque bien pensado, quizá sí se puede añadir algo: el gran saqueo material de todos esos años, generador de enormes fortunas y de daños irreparables, no habría sido posible si, paralelamente, no hubiéramos incurrido en el gran saqueo de las conciencias al que ahora denominamos "falta de valores", "novorriquismo" y cosas semejantes, pero que en los años opulentos, o que creíamos opulentos, estableció una férrea cadena de complicidades entre estafadores y futuros estafados, vinculados unos con otros por el sueño del dinero -sueño, luego, pesadilla para las víctimas- y por la confusión entre bienestar y beneficio. Gracias, señora Auken. Rafael Argullol

12 abril, 2009

DEL CULTO DE LOS LIBROS: Jorge Luis Borges

"En el octavo libro de la Odisea se lee que los dioses tejen dichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar; la declaración de Mallarmé: El mundo existe para llegar a un libro, parece repetir, unos treinta siglos después, el mismo concepto de una justificación estética de los males. Las dos teologías, sin embargo, no coinciden íntegramente; la del griego corresponde a la época de la palabra oral, y la del francés, a una época de la palabra escrita. En una se habla de contar y en otra de libros. Un libro, cualquier libro, es para nosotros un objeto sagrado: ya Cervantes, que tal vez no escuchaba todo lo que decía la gente, leía hasta "los papeles rotos de las calles". El fuego, en una de las comedias de Bernard Shaw, amenaza la biblioteca de Alejandría; alguien exclama que arderá la memoria de la humanidad, y César le dice: Déjala arder. Es una memoria de infamia. El César histórico, en mi opinión, aprobaría o condenaría el dictamen que el autor le atribuye, pero no lo juzgaría, como nosotros, una broma sacrílega. La razón es clara: para los antiguos la palabra escrita no era otra cosa que un sucedáneo de la palabra oral.
Es fama que Pitágoras no escribió; Gomperz (Griechischeker, Denker I, 3) defiende que obró así por tener más fe en la virtud de la instrucción hablada. De mayor fuerza que la mera abstención de Pitágoras es el testimonio inequívoco de Platón. En el Timeo, afirmó: "Es dura tarea descubrir al hacedor y padre de este universo, y, una vez descubierto, es imposible declararlo a todos los hombres", y en el Fedro narró una fábula egipcia contra la escritura (cuyo hábito hace que la gente descuide el ejercicio de la memoria y dependa de símbolos) y dijo que los libros son como las figuras pintadas, "que parecen vivas, pero no contestan una palabra a las preguntas que les hacen". Para atenuar o eliminar este inconveniente imaginó el diálogo filosófico. El maestro elige al discípulo, pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser malvados o estúpidos; este recelo platónico perdura en las palabras de Clemente de Alejandría, hombre de cultura pagana: "Lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de viva voz, porque lo escrito queda" (Stromateis), y en éstas del mismo tratado: "Escribir en un libro todas las cosas es dejar una espada en manos de un niño"; que derivan también de las evangélicas: "No deis lo santo a los perros ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, porque no las huellen con los pies, y vuelvan y os despedacen." Esta sentencia es de Jesús, el mayor de los maestros orales, que una sola vez escribió unas palabras en la tierra y no las leyó ningún hombre (Juan, 8:6).
Clemente Alejandrino escribió su recelo de la escritura a fines del siglo II; a fines del siglo IV se inició el proceso mental que, a la vuelta de muchas generaciones, culminaría en el predominio de la palabra escrita sobre la hablada, de la pluma sobre la voz. Un admirable azar ha querido que un escritor fijara el instante (apenas exagero al llamarlo instante) en que tuvo principio el vasto Proceso. Cuenta San Agustín, en el libro seis de las Confesiones: "Cuando Ambrosio leía, pasaba la vista sobre las páginas penetrando su alma, en el sentido, sin proferir una palabra ni mover la lengua. Muchas veces -pues a nadie se le prohibía entrar, ni había costumbre de avisarle quién venía, lo vimos leer calladamente y nunca de otro modo, y al cabo de un tiempo nos íbamos, conjeturando que aquel breve intervalo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto de los negocios ajenos, no quería que se lo ocupasen en otra cola, tal vez receloso de que un oyente, atento a las dificultades del texto, le pidiera la explicación de un pasaje oscuro o quisiera discutirlo con él, Con lo que no pudiera leer tantos volúmenes como deseaba. Yo entiendo que leía de ese modo por conservar la voz, que se le tomaba con facilidad. En todo caso, cualquiera que fuese el propósito de tal hombre, ciertamente era bueno." San Agustín fue discípulo de San Ambrosio, obispo de Milán, hacia el año 384; trece años después, en Numidia, redactó sus Confesiones y aún lo inquietaba aquel singular espectáculo: un hombre en una habitación, con un libro, leyendo sin articular las palabras.
Aquel hombre pasaba directamente del signo de escritura a la intuición, omitiendo el signo sonoro; el extraño arte que iniciaba, el arte de leer en voz baja, conduciría a consecuencias maravillosas. Conduciría, cumplidos muchos años, al concepto del libro como fin, no como instrumento de un fin. (Este concepto místico, trasladado a la literatura profana, daría los singulares destinos de Flaubert y de Mallarmé, de Henry James y de James Joyce.) A la noción de un Dios que habla con los hombres para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del Libro Absoluto, la de una Escritura Sagrada. Para los musulmanes, el "Alcorán" (también llamado El Libro, Al Kitab), no es una mera obra de Dios, como las almas de los hombres o el universo; es uno de los atributos de Dios como Su eternidad o Su ira. En el capítulo XIII, leemos que el texto original, La Madre del Libro, está depositado en el Cielo. Muhammad-al-Ghazali, el Algazel de los escolásticos, declaró: "el Alcorán se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se recuerda en el corazón y, sin embargo sigue perdurando en el centro de Dios y no lo altera su pasaje por las hojas escritas y por los entendimientos humanos". George Sale observa que ese increado Alcorán no es otra cosa que su idea o arquetipo platónico; es verosímil que Algazel recurriera a los arquetipos, comunicados al Islam por la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza y por Avicena, para justificar la noción de la Madre del Libro.
Aún más extravagantes que los musulmanes fueron los judíos. En el primer capítulo de su Biblia se halla la sentencia famosa: "Y Dios dijo; sea la luz; y fue la luz"; los cabalistas razonaron que la virtud de esa orden del Señor procedió de las letras de las palabras. El tratado Sefer Yetsirah (Libro de la Formación), redactado en Siria o en Palestina hacia el siglo VI, revela que Jehová de los Ejércitos, Dios de Israel y Dios Todopoderoso, creó el universo mediante los números cardinales que van del uno al diez y las veintidós letras del alfabeto. Que los números sean instrumentos o elementos de la Creación es dogma de Pitágoras y de Jámblico; que las letras lo sean es claro indicio del nuevo culto de la escritura. El segundo párrafo del segundo capítulo reza: "Veintidós letras fundamentales: Dios las dibujó, las grabó, las combinó, las pesó, las permutó, y con ellas produjo todo lo que es y todo lo que será." Luego se revela qué letra tiene poder sobre el aire, y cuál sobre el agua, y cuál sobre el fuego, y cuál sobre la sabiduría, y cuál sobre la paz y cuál sobre la gracia, y cuál sobre el sueño, y cuál sobre la cólera, y cómo (por ejemplo) la letra kaf, que tiene poder sobre la vida, sirvió para formar el sol en el mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda en el cuerpo.
Más lejos fueron los cristianos. El pensamiento de que la divinidad había escrito un libro los movió a imaginar que había escrito dos y que el otro era el universo. A principios del siglo XVII, Francis Bacon decláró en su Advancement of Learning que Dios nos ofrecía dos libros, para que no incidiéramos en error: el primero, el volumen de las Escrituras, que revela Su voluntad; el segundo, el volumen de las criaturas, que revela Su poderío y que éste era la llave de aquél. Bacon se proponía mucho más que hacer una metáfora; opinaba que el mundo era reducible a formas esenciales (temperaturas, densidades, pesos, colores), que integraban, en número limitado, un abecedarium naturae o serie de las letras con que se escribe el texto universal. Sir Thomas Browne hacia 1642, confirmó: "Dos son los libros en que suelo aprender teología: La Sagrada Escritura y aquel universal y público manuscrito que está patente a todos los ojos. Quienes nunca vieron en el primero, Lo descubrieron en el otro" (Religio Medici, I, 16). En el mismo párrafo se lee: "Todas las cosas artificiales, porque la Naturaleza es el Arte de Dios." Doscientos años transcurrieron y el escocés Carlyle, en diversos lugares de labor y particularmente en el ensayo sobre Cagliostro, superó la conjetura de Bacon; estampó que la historia universal es Escritura Sagrada que desciframos y escribimos inciertamente en la que también nos escriben. Después, León Bloy escribió: "No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz La historia es un inmenso texto litúrgico, donde las iotas y puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y profundamente escondida" (L'Ame de Napoleón, 1912). El mundo, según Mallarmé, existe para un libro; según Bloy, somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo."
Buenos Aires, 1951

13 marzo, 2009

Umberto Eco

El mago y el científico
Creemos que vivimos en la que Isaiah Berlin, identificándola en sus albores, llamó la Edad de la Razón. Una vez acabadas las tinieblas medievales y comenzado el pensamiento crítico del Renacimiento y el propio pensamiento científico, consideramos que vivimos en una edad dominada por la ciencia. A decir verdad, esta visión de un predominio ya absoluto de la mentalidad científica, que se anunciaba tan ingenuamente en el Himno a Satanás, de Carducci, y más críticamente en el Manifiesto comunista de 1848, la apoyan más los reaccionarios, los espiritualistas, los laudatores temporis acti, que los científicos. Son aquellos y no éstos los que pintan frescos de gusto casi fantástico sobre un mundo que, olvidando otros valores, se basa sólo en la confianza en las verdades de la ciencia y en el poder de la tecnología. Los hombres de hoy no sólo esperan, sino que pretenden obtenerlo todo de la tecnología y no distinguen entre tecnología destructiva y tecnología productiva. El niño que juega a la guerra de las galaxias en el ordenador usa el móvil como un apéndice natural de las trompas de Eustaquio, lanza sus chats a través de Internet, vive en la tecnología y no concibe que pueda haber existido un mundo diferente, un mundo sin ordenadores e incluso sin teléfonos. Pero no ocurre lo mismo con la ciencia. Los medios de comunicación confunden la imagen de la ciencia con la de la tecnología y transmiten esta confusión a sus usuarios, que consideran científico todo lo que es tecnológico, ignorando en efecto cuál es la dimensión propia de la ciencia, de ésa de la que la tecnología es por supuesto una aplicación y una consecuencia, pero desde luego no la sustancia primaria. La tecnología es la que te da todo enseguida, mientras que la ciencia avanza despacio. Virilio habla de nuestra época como de la época dominada, yo diría hipnotizada, por la velocidad: desde luego, estamos en la época de la velocidad. Ya lo habían entendido anticipadamente los futuristas y hoy estamos acostumbrados a ir en tres horas y media de Europa a Nueva York con el Concorde: aunque no lo usemos, sabemos que existe. Pero no sólo eso: estamos tan acostumbrados a la velocidad que nos enfadamos si el mensaje de correo electrónico no se descarga enseguida o si el avión se retrasa. Pero este estar acostumbrados a la tecnología no tiene nada que ver con el estar acostumbrados a la ciencia; más bien tiene que ver con el eterno recurso a la magia. ¿Qué era la magia, qué ha sido durante los siglos y qué es, como veremos, todavía hoy, aunque bajo una falsa apariencia? La presunción de que se podía pasar de golpe de una causa a un efecto por cortocircuito, sin completar los pasos intermedios. Clavo un alfiler en la estatuilla que representa al enemigo y éste muere, pronuncio una fórmula y transformo el hierro en oro, convoco a los ángeles y envío a través de ellos un mensaje. La magia ignora la larga cadena de las causas y los efectos y, sobre todo, no se preocupa de establecer, probando y volviendo a probar, si hay una relación entre causa y efecto. De ahí su fascinación, desde las sociedades primitivas hasta nuestro renacimiento solar y más allá, hasta la pléyade de sectas ocultistas omnipresentes en Internet. La confianza, la esperanza en la magia, no se ha desvanecido en absoluto con la llegada de la ciencia experimental. El deseo de la simultaneidad entre causa y efecto se ha transferido a la tecnología, que parece la hija natural de la ciencia. ¿Cuánto ha habido que padecer para pasar de los primeros ordenadores del Pentágono, del Elea de Olivetti tan grande como una habitación (los programadores necesitaron ocho meses para preparar al enorme ordenador y que éste emitiera las notas de la cancioncilla El puente sobre el río Kwai, y estaban orgullosísimos), a nuestro ordenador personal, en el que todo sucede en un momento? La tecnología hace de todo para que se pierda de vista la cadena de las causas y los efectos. Los primeros usuarios del ordenador programaban en Basic, que no era el lenguaje máquina, pero que dejaba entrever el misterio (nosotros, los primeros usuarios del ordenador personal, no lo conocíamos, pero sabíamos que para obligar a los chips a hacer un determinado recorrido había que darles unas dificilísimas instrucciones en un lenguaje binario). Windows ha ocultado también la programación Basic, el usuario aprieta un botón y cambia la perspectiva, se pone en contacto con un corresponsal lejano, obtiene los resultados de un cálculo astronómico, pero ya no sabe lo que hay detrás (y, sin embargo, ahí está). El usuario vive la tecnología del ordenador como magia. Podría parecer extraño que esta mentalidad mágica sobreviva en nuestra era, pero si miramos a nuestro alrededor, ésta reaparece triunfante en todas partes. Hoy asistimos al renacimiento de sectas satánicas, de ritos sincretistas que antes los antropólogos culturales íbamos a estudiar a las favelas brasileñas; incluso las religiones tradicionales tiemblan frente al triunfo de esos ritos y deben transigir no hablando al pueblo del misterio de la trinidad y encuentran más cómodo exhibir la acción fulminante del milagro. El pensamiento teológico nos hablaba y nos habla del misterio de la trinidad, pero argumentaba y argumenta para demostrar que es concebible, o que es insondable. El pensamiento del milagro nos muestra, en cambio, lo numinoso, lo sagrado, lo divino, que aparece o que es revelado por una voz carismática y se invita a las masas a someterse a esta revelación (no al laborioso argumentar de la teología). Querría recordar una frase de Chesterton: "Cuando los hombres ya no creen en Dios, no es que ya no crean en nada: creen en todo". Lo que se trasluce de la ciencia a través de los medios de comunicación es, por lo tanto -siento decirlo-, sólo su aspecto mágico. Cuando se filtra, y cuando filtra es porque promete una tecnología milagrosa, "la píldora que...". Hay a veces un pactum sceleris entre el científico y los medios de comunicación por el que el científico no puede resistir la tentación, o considera su deber, comunicar una investigación en curso, a veces también por razones de recaudación de fondos; pero he aquí que la investigación se comunica enseguida como descubrimiento, con la consiguiente desilusión cuando se descubre que el resultado aún no está listo. Los episodios los conocemos todos, desde el anuncio indudablemente prematuro de la fusión fría a los continuos avisos del descubrimiento de la panacea contra el cáncer. Es difícil comunicar al público que la investigación está hecha de hipótesis, de experimentos de control, de pruebas de falsificación. El debate que opone la medicina oficial a la medicina alternativa es de este tipo: ¿por qué el pueblo debe creer en la promesa remota de la ciencia cuando tiene la impresión de tener el resultado inmediato de la medicina alternativa? Recientemente, Garattini advertía que cuando se toma una medicina y se obtiene la curación en un breve periodo, esto no es aún la prueba de que el medicamento sea eficaz. Hay aún otras dos explicaciones: que la enfermedad ha remitido por causas naturales y el remedio ha funcionado sólo como placebo, o que incluso la remisión se ha producido por causas naturales y el remedio la ha retrasado. Pero intenten plantear al gran público estas dos posibilidades. La reacción será de incredulidad, porque la mentalidad mágica ve sólo un proceso, el cortocircuito siempre triunfante, entre la causa presunta y el efecto esperado. Llegados a este punto, nos damos cuenta también de cómo está ocurriendo y puede ocurrir, que se anuncien recortes consistentes en la investigación y la opinión pública se quede indiferente. Se quedaría turbada si se hubiese cerrado un hospital o si aumentara el precio de los medicamentos, pero no es sensible a las estaciones largas y costosas de la investigación. Como mucho, cree que los recortes a la investigación pueden inducir a algún científico nuclear a emigrar a Estados Unidos (total, la bomba atómica la tienen ellos) y no se da cuenta de que los recortes en la investigación pueden retrasar también el descubrimiento de un fármaco más eficaz para la gripe, o de un coche eléctrico, y no se relaciona el recorte en la investigación con la cianosis o con la poliomielitis, porque la cadena de las causas y los efectos es larga y mediata, no inmediata, como en la acción mágica. Habrán visto el capítulo de Urgencias en que el doctor Green anuncia a una larga cola de pacientes que no darán antibióticos a los que están enfermos de gripe, porque no sirven. Surgió una insurrección con acusaciones incluso de discriminación racial. El paciente ve la relación mágica entre antibiótico y curación, y los medios de comunicación le han dicho que el antibiótico cura. Todo se limita a ese cortocircuito. El comprimido de antibiótico es un producto tecnológico y, como tal, reconocible. Las investigaciones sobre las causas y los remedios para la gripe son cosas de universidad. Yo he perfilado una hipótesis preocupante y decepcionante, también porque es fácil que el propio hombre de gobierno piense como el hombre de la calle y no como el hombre de laboratorio. He sido capaz de delinear este cuadro porque es un hecho, pero no estoy en condiciones de esbozar el remedio. Es inútil pedir a los medios de comunicación que abandonen la mentalidad mágica: están condenados a ello no sólo por razones que hoy llamaríamos de audiencia, sino porque de tipo mágico es también la naturaleza de la relación que están obligados a poner diariamente entre causa y efecto. Existen y han existido, es cierto, seres divulgadores, pero también en esos casos el título (fatalmente sensacionalista) da mayor valor al contenido del artículo y la explicación incluso prudente de cómo está empezando una investigación para la vacuna final contra todas las gripes aparecerá fatalmente como el anuncio triunfal de que la gripe por fin ha sido erradicada (¿por la ciencia? No, por la tecnología triunfante, que habrá sacado al mercado una nueva píldora). ¿Cómo debe comportarse el científico frente a las preguntas imperiosas que los medios de comunicación le dirigen a diario sobre promesas milagrosas? Con prudencia, obviamente; pero no sirve, ya lo hemos visto. Y tampoco puede declarar el apagón informativo sobre cualquier noticia científica porque la investigación es pública por su misma naturaleza. Creo que deberíamos volver a los pupitres de la escuela. Le corresponde a la escuela, y a todas las iniciativas que pueden sustituir a la escuela, incluidos los sitios de Internet de credibilidad segura, educar lentamente a los jóvenes para una recta comprensión de los procedimientos científicos. El deber es más duro, porque también el saber transmitido por las escuelas se deposita a menudo en la memoria como una secuencia de episodios milagrosos: madame Curie, que vuelve una tarde a casa y, a partir de una mancha en un papel, descubre la radiactividad; el doctor Fleming, que echa un vistazo distraído a un poco de musgo y descubre la penicilina; Galileo, que ve oscilar una lámpara y parece que de pronto descubre todo, incluso que la Tierra da vueltas, de tal forma que nos olvidemos, frente a su legendario calvario, de que ni siquiera él había descubierto según qué curva giraba, y tuvimos que esperar a Kepler. ¿Cómo podemos esperar de la escuela una correcta información científica cuando aún hoy, en muchos manuales y libros incluso respetables, se lee que antes de Cristóbal Colón la gente creía que la Tierra era plana, mientras que se trata de una falsedad histórica, puesto que ya los griegos antiguos lo sabían, e incluso los doctos de Salamanca que se oponían al viaje de Colón, sencillamente porque habían hecho cálculos más exactos que los suyos sobre la dimensión real del planeta? Y, sin embargo, una de las misiones del sabio, además de la investigación seria, es también la divulgación iluminada. Y, sin embargo, si se tiene que imponer una imagen no mágica de la ciencia, no debieran esperarla de los medios de comunicación, deben ser ustedes quienes la construyan poco a poco en la conciencia colectiva, partiendo de los más jóvenes. La conclusión polémica de mi intervención es que el presunto prestigio de que goza hoy el científico se basa en razones falsas, y está en todo caso contaminado por la influencia conjunta de las dos formas de magia, la tradicional y la tecnológica, que aún fascina la mente de la mayoría. Si no salimos de esta espiral de falsas promesas y esperanzas defraudadas, la propia ciencia tendrá un camino más arduo que realizar. Y he aquí que mañana los periódicos hablarán de este congreso vuestro, pero, fatalmente, la imagen que salga será aún mágica. ¿Deberíamos asombrarnos? Nos seguimos masacrando como en los siglos oscuros arrastrados por fundamentalismos y fanatismos incontrolables, proclamamos cruzadas, continentes enteros mueren de hambre y de sida, mientras nuestras televisiones nos representan (mágicamente) como una tierra de jauja, atrayendo sobre nuestras playas a desesperados que corren hacia nuestras periferias dañadas como los navegantes de otras épocas hacia las promesas de Eldorado; ¿y deberíamos rechazar la idea de que los simples no saben aún qué es la ciencia y la confunden bien con la magia, bien con el hecho de que, por razones desconocidas, se puede enviar una declaración de amor a Australia al precio de una llamada urbana y a la velocidad del rayo? Es útil, para seguir trabajando cada uno en su propio campo, saber en qué mundo vivimos, sacar las conclusiones, volvernos tan astutos como la serpiente y no tan ingenuos como la paloma, pero por lo menos tan generosos como el pelícano e inventar nuevas formas de dar algo de vosotros a quienes os ignoran. En cualquier caso, desconfiad más que nada de quienes os honran como si fueseis la fuente de la verdad. En efecto, os consideran un mago que, sin embargo, si no produce enseguida efectos verificables, será considerado un charlatán; mientras que las magias que producen efectos imposibles de verificar, pero eficaces, serán honradas en los programas de entrevistas. Y, por lo tanto, no vayáis, o se os identificará con ellas. Permitidme retomar un lema a propósito de un debate judicial y político: resistid, resistid, resistid. Y buen trabajo.