21 noviembre, 2013

Actualidades

I
Escribe Chamfort que la educación no tiene otro objeto que el de conformar la razón de la infancia a la razón pública. No es esto lo que creemos nosotros. Nosotros somos rousseaunianos de baratillo e intentamos preservar la razón de la infancia de la influencia de la razón pública. A este ejercicio descabellado le ponemos nombres que parecen querer decir grandes cosas, como autonomía, creatividad, constructivismo, inteligencia emocional, inteligencias múltiples, espontaneidad, pensamiento crítico... Parecen querer decir grandes cosas pero, en la práctica, sólo dicen una: nombran nuestros ejercicios de infantilización colectiva. 
II
Oyendo a una maestra defender con vehemencia la educación no sexista no podía evitar pensar que para esa mujer un niño sólo era una niña degradada.
III
Cuando les digo a esos padres que en Finlandia no hay apenas reuniones de padres en las escuelas se me quedan mirando desconcertados. "¿Y qué hacen, entonces, cuando tienen un problema con un niño en una escuela?". "Tienen una técnica revolucionaria -les contesto-: hablan con el niño".
IV
En los países con mejores resultados educativos los padres no están más implicados en la educación de sus hijos... lo que ocurre es que están implicados de otra manera.
V
En Corea los alumnos después de la jornada escolar barren las clases, limpian las pizarras, tiran la basura... y los que se portan peor, limpian los váteres.
VI
En un panfleto del sindicato de profesores de Finlandia se puede leer: "los profesores finlandeses tenemos el nivel más alto de preparación de todo el mundo".
VII
En los países que los alumnos estudian poco hay una razón que explica perfectamente su comportamiento: no necesitan estudiar más.
VIII
Los padres asiáticos enseñan a sus hijos a sumar antes que a leer.
IX
Los países con mejores resultados educativos saben lo que quieren y lo persiguen con rigor. Creen en el rigor. Y lo practican.
X
Yo creo que en realidad en España no hemos hecho ni una sola reforma educativa digna de ese nombre, es decir, que sepa exactamente lo que quiere. Lo que hemos hecho es lo que corresponde a nuestra historia: contrarreformas. En cada ley educativa es más fácil ver contra qué se legisla que a favor de qué. 


26 octubre, 2013

El milagro del sol

El milagro del sol
“El milagro del sol, anunciado por Nuestra Señora de Fátima en varias ocasiones, fue un acontecimiento extraordinario que tuvo lugar el 13 de octubre de 1917 en la campiña de Cova da Iria, cerca de Fátima, Portugal, atestiguado por entre 30.000 y 45.000 testigos, según Avelino Almeida, que escribía para el periódico portugués O’Século, y un máximo de 100.000, estimados por el doctor Joseph Garrett, profesor de la Universidad de Ciencias Naturales de Coimbra, ambos presentes ese día. Según varias declaraciones de testigos, después de una llovizna se despejó el cielo y el sol lució como un disco opaco que giraba en el cielo, oscilando en dirección a la Tierra trazando un patrón de zig-zag (…) Atemorizadas, algunas personas que observaban esto creyeron llegado el fin del mundo. Los testigos aseguraron también que el suelo y sus ropas, que habían estado mojados por la lluvia, se habían secado completamente. (…) El fenómeno tampoco estuvo supeditado al tiempo y el espacio, ya que el papa Pío XII vio el milagro del sol 37 años después, en 1950 y desde los jardines del Vaticano, como confirmación del Cielo en un momento decisivo en el cual él iba a proclamar un dogma ex catedra”.
Con el respeto debido a las personas que creyeron y creen aún en el carácter sobrenatural de aquel fenómeno, hay algo en todo él que recuerda a lo que está sucediendo ahora en Cataluña: millones de personas (de errática cuantificación también) parecen estarse allí viendo girar el sol, un sol catalán desde luego, que amenaza con caer sobre el resto de España, aniquilándola al tiempo que aniquilándose, por aquello que recordaba Sancho Panza: “Si da el cántaro en la piedra o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro”.
Como entonces, doctores de reputadas universidades han encontrado bases científicas para acreditar el nacionalismo y un número indeterminado de intelectuales y artistas han desenterrado también razones emocionales con las que hormigonar al pueblo, así como una legión de publicistas que difunden unas y otras, resumidas en el hoy célebre “derecho a decidir” como dogma igualmente ex catedra.
Sobre la legitimidad o ilegitimidad de este derecho ha habido en este periódico sobradas opiniones de personas mucho más cualificadas que uno, de modo que podemos dejarlo de momento a un lado, no sin declarar de paso el pálpito de todos aquellos corazones que sin ser catalanes aseguran tener también el mismo derecho a decidir en ese asunto.
Otra de las similitudes de lo que está ocurriendo con aquel “milagro del sol” la tenemos en lo que se conoce como la espiral de los acontecimientos: estos no solo avanzan girando sobre sí mismos, sino que se aceleran a medida que se aproximan al centro u ombligo, arrastrando a él y devorando todo cuanto alcanzan a su paso, instituciones, protocolos, constituciones, tratados, ideas, personas, dando lugar a nuevos acontecimientos. Acaso por eso se ha dicho con razón que las aspiraciones que parecían inalcanzables y utópicas hace solo cuatro años se han devaluado a mayor velocidad que el marco alemán de entreguerras, y así los mismos nacionalistas que hace cuatro años suspiraban por las cebollas de Egipto de un concierto fiscal o una solución federal para sus aspiraciones de autogobierno, hoy, impulsados por el viento de los ventiladores que ellos mismos han pagado y colocado en su popa, los reputan de despreciables cantos de sirena y los desdeñan.
Así es como se ha llegado, formando parte de la misma sugestión, a creer que el “derecho a decidir” es ya una independencia in pectore, dando por hecho y fuera del orden natural de las cosas que no será aceptado ningún otro resultado que el de la independencia, toda vez que ese derecho solo podrán ejercerlo los catalanes, a ser posible independentistas (el recuerdo de los referéndums secesionistas canadienses perdidos o la suspensión de la autonomía del Ulster planea sin embargo sobre la realidad como la corneja que ensombreció al Cid con sus malos agüeros).
Que esa ficción es legítima, en tanto que ficción, no le cabe la menor duda a nadie. Pero resulta extraño, al menos para uno, la poca previsión o el fingir que más allá del derecho a decidir, el pueblo catalán (no vamos a entrar ahora en el peliagudo asunto ese de definir quién o qué es pueblo y quién o qué es catalán) hallará tras el proceso independentista un amanecer radiante (casi falangista, estamos tentados de decir), un sol que habrá dejado de girar iluminando al pueblo elegido como jamás lo había hecho antes en parte alguna.
Sea, concedamos: Cataluña ha decidido ya, como no podía ser de otro modo, su independencia. Lo ha logrado prodigiosamente al margen de la legalidad constitucional y los tratados de la Unión, que se rendirán como ante milagro, rodilla en tierra. Concedamos también que el resto de los españoles, muchos de los cuales se sentirán expoliados, lo aceptan impávidos y sin resentimiento (y en el mejor de los escenarios posibles: nada de boicoteo a los productos catalanes, el Barça jugando la Liga española y puestos fronterizos, los imprescindibles).
Claro que habrá algunos pequeños inconvenientes. ¿En qué gran proceso no los ha habido? El primero, el de la nacionalidad. Algunos nacionalistas hablan ya de conceder doble nacionalidad a quienes no quieran perder la española, pero no se ha dicho nada de aquellos que se resistan a tener la catalana (habrá que persuadirlos) ni de aquellos otros que, viviendo fuera de Cataluña, quieran ser catalanes (con derecho a voto). La moneda: se le dará un nombre apropiado y significativo y será una moneda fuerte, pese a las reticencias de algunos mercados (habrá que persuadirlos). La lengua, asunto para entonces casi irrelevante: el catalán será la oficial, y el castellano, en la intimidad. Lo del Ejército parece solventado: como Suiza, algo simbólico, tal vez unas docenas de guardias para el Vaticano (después de la canonización de los 500 mártires de la Cruzada, “en su mayor parte catalanes”, como recordó una de las autoridades catalanas asistentes al acto, las relaciones con el Vaticano son inmejorables). La salida de la Guardia Civil, policía y diferentes funcionarios del Estado del territorio catalán creará una pequeña inflación en el funcionariado catalán, que se corregirá sin duda en poco tiempo.
Financiación de la deuda: el carácter pacífico, ejemplar y milagroso del proceso habrá generado una gran confianza en todos los mercados, que acudirán jubilosos en masa, paliando así el grave problema del paro del periodo preindependentista, ocasionado por el cerrilismo del Estado español y la obstrucción al “derecho a decidir”. Lo mismo puede decirse de las empresas que suspirarán por radicarse en Cataluña, corrigiendo el mal efecto de las que la abandonaron cobardemente tal y como habían anunciado (no obstante, también persuadirlas). Aunque Dalí legara su museo al Estado español y no a la Generalitat, los españoles entenderán que al surrealismo de Dalí fuera de Figueras podría sucederle lo que al vino Albariño más allá del puerto de Manzaneda, de modo que el Estado español se avendrá buenamente a dejarlo donde está; lo mismo que todas sus dependencias, millones de metros cuadrados en zonas privilegiadas de sus ciudades, como delegaciones gubernamentales y cuarteles, que a falta de Ejército, se destinarán a Centros Nacionales de Persuasión.
Y por supuesto, en ese horizonte las nuevas autoridades catalanas no contemplan ninguna hostilidad comercial, financiera, industrial de su vecina España, que, persuadida del espíritu solidario de los independentistas, se abstendrá de competir con Cataluña en asuntos que han sido de su exclusividad tradicionalmente (el cava, los telares, la política portuaria del Mediterráneo, los Juegos Olímpicos, la industria editorial en español o la corchotaponera, el cava). Etcétera. Ni que decir tiene que la espiral de los hechos avanza en paralelo a la espiral de la sugestión colectiva; a más velocidad de aquellos, más se incrementa esta, sin saber, llegados a un punto, cuál de las dos espirales implementa a cuál.
Un día la visión se desvanecerá y muchos se preguntarán: ¿qué vimos? Y otros: ¿estábamos ciegos? Tal vez ese día alguien recuerde que, en efecto, antes de la independencia los catalanes pagaban más (como los madrileños, por cierto) no porque fuesen catalanes, sino porque eran más ricos; y que estos, los ricos, no se sabe cómo sugestionaron a tantas gentes haciéndoles creer durante un tiempo, hasta que llegó la independencia, que antes que pobres eran catalanes. Lo probable es que después de la independencia estos mismos vuelvan a ser lo que siempre fueron: antes que catalanes, pobres.

Andrés Trapiello es escritor.

23 junio, 2013

Maniobras nacionales

Ferran Toutain

Que a la cultura solo se puede acceder individualmente, lo sabe muy bien todo el que sepa qué es la cultura, pero a fuerza de propaganda se ha logrado convencer de lo contrario. No resulta, pues, nada extraño que cuando alguien ha recordado este principio irrenunciable —un Eugenio d’Ors, un Juan Benet, un George Steiner, un Harold Bloom; de modo muy notorio, Marc Fumaroli; hace pocas semanas, Valentí Puig— muchos se hayan puesto a quejarse; y en los tiempos que corren, con las autoridades civiles y espirituales ya del todo dedicadas a la promoción y ornamentación de los instintos primarios de la tribu, proclamar que la cultura es una actividad necesariamente individual no causa solo exclamaciones de perplejidad; ahora también provoca insultos biliosos y gestos obscenos. La época es ignorante y es agresiva; la cultura, entendida desde Cicerón como el cultivo del alma (cultura animi), no se puede acordar con ella más que vendiéndose el alma.
Un segundo atributo de la cultura consustancial con el de su práctica individual es el de su universalidad. La expresión «cultura nacional» es una contradicción en sus términos, a menos que nos estemos refiriendo a cuestiones antropológicas, sociológicas, ideológicas, folclóricas, zoológicas (desde hace algunas décadas se habla de la cultura de los chimpancés, de los delfines, etc.) o gastronómicas (también se habla de la cultura del aceite, del vino, del queso). En tales casos es perfectamente legítimo hablar de culturas nacionales, regionales, grupales, pero también hablamos con toda legitimidad de los caballitos de mar y no por ello pensamos que nos van a servir para ganar concursos hípicos.
El Romanticismo, que en aspectos fundamentales representa una ruptura con toda la tradición anterior, entrega la cultura a la Nación, y si bien en un principio esta actitud no niega el requisito de universalidad —en el sentido de que se aspira a imponerse a las otras naciones pero en un terreno compartido— acaba llevando forzosamente a un esencialismo folclórico por la necesidad que tienen las políticas populistas inherentes a la idea de nación de unificar la diversidad interna —a veces lo llaman «cohesionar».  El avance de esta tendencia conducirá a las grandes fiestas populares en torno a monumentos patrióticos, demostraciones folclóricas, tablas de gimnasia multitudinarias y enormes concentraciones de masas en los estadios, que tanto contribuirán al éxito popular de los regímenes fascistas y comunistas. El historiador norteamericano de origen alemán George L. Mosse lo estudió con todo detalle en La nacionalización de las masas.
Todo ese despliegue no tardará en convertirse en la Cultura, mientras el cultivo del espíritu, la actividad intelectual, poética, artística, científica, moral, es percibido como poseyendo una doble naturaleza divina y bestial. Como un depredador al que hay que mantener bien alimentado para que no nos devore. Como un dios Moloc a la vez temido y adorado. Temido porque su poder de comprensión constituye una amenaza para la estabilidad de los intereses seculares; adorado para conjurar precisamente esta amenaza.  Para conciliarse la mansedumbre del ídolo nada más razonable que ofrecerle subvenciones, premios, honores y centenarios. Así, entre loores y exequias, se puede llegar a fabricar una sólida cultura nacional con posibilidades de establecerse por su cuenta. No faltarán nunca los resistentes dispuestos a denunciar el fraude, pero comparados con los otros estos siempre serán divinidades menores con escasa capacidad de influencia; de ignorarlos solemnemente no va a derivarse ningún perjuicio.
Ahora bien, todo esto no es suficiente. En el proceso de nacionalización de la cultura es indispensable diseñar y controlar bien la enseñanza para que cumpla la función social de lograr que los niños aborrezcan de manera irreversible los productos que se derivan de ella —especialmente la literatura. Así, con una lista de autores capaces de provocar el tedio de los muertos pero que por su condición de nacionales ocupan el lugar que correspondería a autores universales perfectamente útiles para despertar el interés y aun el entusiasmo, se proporciona a los estudiantes las máximas facilidades para que el día de mañana sigan considerando la cultura como un ritual agotador que —exactamente igual que la visita a la iglesia— es tan conveniente evitar como respetar reverencialmente. En paralelo, con la sacralización del deporte y la promoción de los espectáculos populares, los seriales televisivos y otras cosas de la misma categoría, se conseguirá alejar con eficacia toda tentación de cultivarse individualmente y se fortalecerá  así la fe gregaria.
Una administración que se esfuerza por desposeer a la cultura de sus atributos de individualidad y universalidad es una administración dedicada a procurar la desaparición de la cultura del territorio que controla. El adjetivo nacional colocado a manera de marchamo en los teatros, los museos, las bibliotecas y las orquestas no es sino la culminación ostentosa de ese proyecto.

07 abril, 2013

Turistas del conocimiento


Nicholas Humphrey en Edge.org:                                                                         

En 1867, Dostoyevski, en una visita a la catedral de Basilea, se quedó paralizado por un retrato de Holbein del Cristo muerto. Según el diario de su mujer, se subió a una silla para mirar más de cerca la pintura y se quedó durante su buena media hora, absorbiendo cada detalle. Dos años después, en su novela El idiota, fue capaz de ofrecer una descripción asombrosamente precisa de la pintura, como si la hubiese fotografiado mentalmente. 
En 2012 no necesitamos por supuesto pasar por ese problema. Podemos capturar la pintura en un iPhone, y recuperarla más tarde en la pantalla retina. En realidad no tendríamos que visitar Basilea. Podemos verla en Google Imágenes de vuelta a casa. Y mientras estamos en ello, solo tendríamos que teclear "Dostoyevski + Holbein" para encontrar esta anécdota confirmada en una decena de sitios. 
El conocimiento a un toque puede ser una enorme bendición. Sin embargo me preocupa que al elevarnos a todos al plano de un genio sin precedentes, esté creando un campo de juego con un nivel deprimente. Cuando todos podemos aprender tanto, tan fácilmente, como cualquier otra persona, corremos el peligro de convertirnos en meros turistas del conocimiento, saltando de atracción en atracción a 10 kilómetros de altura sin respetar el suelo que hay entre ellas. Un viaje de un paso es también una bendición. Pero cuando todo el mundo va a los mismos lugares, cuando lo que importa es la llegada y no el viaje, cuando no ocurre nada memorable por el camino, me preocupa que acabemos, a pesar de nuestro extraordinario abanico de experiencias, con menos que decir. 
En los viejos tiempos, cuando, como Dostoyevski, teníamos que trabajar en ello, al aprendizaje que acumulábamos, no importa cuán excéntricamente, se le daba valor y valencia. El paisaje de nuestro conocimiento tenía montañas y valles, arenas planas y efusivos géiseres. Algunas partes de su territorio habían sido exploradas por nosotros, para otras, nos guiaban, y pagábamos por ello, otros que pudiéramos habernos encontrado por casualidad. Pero por mucho que hubiésemos llegado por ellos, estábamos orgullosos de saber las cosas que sabíamos. Eran los presentes que llevábamos a las mesas de debate intelectual. En el debate podíamos revelarlos cuándo queríamos o no, podíamos ponerlo todo por delante, podíamos fingir ignorancia, y hacernos los duros. 
Debería preocuparnos que esta dimensión de la inteligencia individual esté desapareciendo, y con ello esa coquetería que lleva al matrimonio de ideas. Pronto nadie será más o menos conocedor que otro. Pero será un conocimiento sin matices, y, como la belleza universal que proviene de la cirugía estética, no excitará a nadie.»