Nicholas Humphrey en Edge.org:
En
1867, Dostoyevski, en una visita a la catedral de Basilea, se quedó paralizado
por un retrato de Holbein del Cristo muerto. Según el diario de su mujer, se
subió a una silla para mirar más de cerca la pintura y se quedó durante su
buena media hora, absorbiendo cada detalle. Dos años después, en su novela El
idiota, fue capaz de ofrecer una descripción asombrosamente precisa de la
pintura, como si la hubiese fotografiado mentalmente.
En
2012 no necesitamos por supuesto pasar por ese problema. Podemos capturar la
pintura en un iPhone, y recuperarla más tarde en la pantalla retina. En
realidad no tendríamos que visitar Basilea. Podemos verla en Google Imágenes de
vuelta a casa. Y mientras estamos en ello, solo tendríamos que teclear
"Dostoyevski + Holbein" para encontrar esta anécdota confirmada en
una decena de sitios.
El
conocimiento a un toque puede ser una enorme bendición. Sin embargo me preocupa
que al elevarnos a todos al plano de un genio sin precedentes, esté creando un
campo de juego con un nivel deprimente. Cuando todos podemos aprender tanto,
tan fácilmente, como cualquier otra persona, corremos el peligro de
convertirnos en meros turistas del conocimiento, saltando de atracción en
atracción a 10 kilómetros de altura sin respetar el suelo que hay entre ellas.
Un viaje de un paso es también una bendición. Pero cuando todo el mundo va a
los mismos lugares, cuando lo que importa es la llegada y no el viaje, cuando
no ocurre nada memorable por el camino, me preocupa que acabemos, a pesar de
nuestro extraordinario abanico de experiencias, con menos que decir.
En
los viejos tiempos, cuando, como Dostoyevski, teníamos que trabajar en ello, al
aprendizaje que acumulábamos, no importa cuán excéntricamente, se le daba valor
y valencia. El paisaje de nuestro conocimiento tenía montañas y valles, arenas
planas y efusivos géiseres. Algunas partes de su territorio habían sido
exploradas por nosotros, para otras, nos guiaban, y pagábamos por ello, otros
que pudiéramos habernos encontrado por casualidad. Pero por mucho que
hubiésemos llegado por ellos, estábamos orgullosos de saber las cosas que
sabíamos. Eran los presentes que llevábamos a las mesas de debate intelectual.
En el debate podíamos revelarlos cuándo queríamos o no, podíamos ponerlo todo
por delante, podíamos fingir ignorancia, y hacernos los duros.
Debería
preocuparnos que esta dimensión de la inteligencia individual esté
desapareciendo, y con ello esa coquetería que lleva al matrimonio de ideas.
Pronto nadie será más o menos conocedor que otro. Pero será un conocimiento sin
matices, y, como la belleza universal que proviene de la cirugía estética, no
excitará a nadie.»