En
los últimos tiempos, algunos de los mejores profesores abandonan
precipitadamente la Universidad acogiéndose a jubilaciones anticipadas.
Con pocas excepciones, las causas acaban concretándose en dos: el
desinterés intelectual de los estudiantes y la progresiva asfixia
burocrática de la vida universitaria. La mayoría de los profesores
aludidos son gentes que en su juventud apostaron por aquel ideal
humanista e ilustrado que aconsejaba recurrir a la educación para
mejorar a la sociedad y que ahora se baten en retirada, abatidos
algunos y otros aparentemente aliviados ante la perspectiva de buscar
refugio en opciones menos utópicas.
El primero
de los factores es objeto de numerosos comentarios desde hace dos o
tres lustros. Un amigo lo resumía con contundencia al considerar que
los estudiantes universitarios eran el grupo con menos interés cultural
de nuestra sociedad, y eso explicaba que no leyeran la prensa escrita,
a no ser que fuera gratuita, que no acudieran a libros ajenos a las
bibliografías obligatorias o que no asistieran a conferencias si no
eran premiadas con créditos útiles para aprobar cursos. Aunque podría
matizarse la afirmación de mi amigo, en términos generales responde a
una realidad antipática pero cierta, por más que todos los implicados
en el circuito de la enseñanza reconozcan que no se trata de la mayor o
menor inteligencia o sensibilidad de los universitarios actuales con
respecto a generaciones precedentes, sino de otra cosa.
Esta
"otra cosa" es lo que ha desgastado irreparablemente a los profesores
que optan por marcharse a casa. Éstos no se han sentido ofendidos tanto
por la ignorancia como por el desinterés. Es decir, lo degradante no ha
sido comprobar que la mayoría de estudiantes desconocen el teorema de
Pitágoras -como sucede- o ignoran si Cristo pertenece al Nuevo o al
Antiguo Testamento -como también sucede-, sino advertir que esos
desconocimientos no representaban problema alguno para los ignorantes,
los cuales, adiestrados en la impunidad ante la ignorancia, no creían
en absoluto en el peso favorable que el conocimiento podía aportar a
sus futuras existencias.
Naturalmente, esto es lo descorazonador
para los veteranos ilustrados, quienes, tras los ojos ausentes -más
soñolientos que soñadores- de sus jóvenes pupilos, advierten la abulia
general de la sociedad frente a las antiguas promesas de la sabiduría.
Los cachorros se limitan a poner provocativamente en escena lo que les
han transmitido sus mayores, y si éstos, arrodillados en el altar del novorriquismo
y la codicia, han proclamado que lo importante es la utilidad, y no la
verdad, ¿para qué preferir el conocimiento, que es un camino largo y
complejo, al utilitarismo de laposesión inmediata? Sería pedir milagros
creer que la generación estudiantil actual no estuviera contagiada del
clima antiilustrado que domina nuestra época, bien perceptible en los
foros públicos, sobre todo los políticos. Ni bien ni verdad ni belleza,
las antiguallas ilustradas, sino únicamente uso: la vida es uso de lo
que uno tiene a su alrededor.
Esta atmósfera antiilustrada ha
penetrado con fuerza también en el organismo supuestamente ilustrado y,
con frecuencia, anacrónico de la Universidad. Ahí podríamos identificar
la otra causa del descontento de algunos de los profesores que optan
por el retiro, originando, en el caso de los mejores, una auténtica
sangría intelectual para la Universidad pública, cuyo coste social
nadie está evaluando. A este respecto, la renovación universitaria ha
sido sumamente contradictoria en estos últimos decenios. De un lado ha
existido una notable voluntad de adaptación a las nuevas circunstancias
históricas, con particular énfasis en ciertas tecnologías e
investigaciones de vanguardia como la biogenética; de otro lado, sin
embargo, las viejas castas universitarias, rancios restos feudales del
pasado, han sido sustituidos por nuevas castas burocráticas, que
predican una hipotética eficacia que muchas veces roza peligrosamente
el desprecio por la vertiente científica y cultural de la Universidad.
En los mejores casos, por consiguiente, los centros universitarios se
aproximan al funcionamiento empresarial eficaz, y en los peores, a una
suerte de academia de tramposos.
Lógicamente, ni unos ni otros
resultan satisfactorios para el profesor que quería adaptar el credo
ilustrado al presente. Si la Universidad pública se articula sólo con
intereses empresariales, está condenada a aceptar la ley de la oferta y
la demanda hasta extremos insoportables desde el punto de vista
científico. Los estudios clásicos o las matemáticas nunca suscitarán
demandas masivas ni estarán en condiciones de competir con las carreras
más utilitarias. Pero el día en que el consumo de tecnología no suscite
ya ninguna curiosidad por los principios teóricos que posibilitaron el
desarrollo de la técnica y la Universidad se pliegue a esa evidencia,
lo más coherente será rendirse definitivamente y olvidarse de que en
algún momento existió algo parecido a un deseo de verdad.
Mientras
esto no suceda, al menos definitivamente, el riesgo de una Universidad
excesivamente burocratizada es el triunfo de los tramposos. No me
refiero, desde luego, a los tramposos ventajistas que siempre ha
habido, sino a los tramposos que caen en su propia trampa. La
Universidad actual, con sus mecanismos de promoción y selectividad,
parece invitar a la caída. En consecuencia, los jóvenes profesores, sin
duda los mejor preparados de la historia reciente y los que hubiesen
podido dar un giro prometedor a nuestra Universidad, se ven atrapados
en una telaraña burocrática que ofrece pocas escapatorias. Los más
honestos observan con desesperanza la superioridad de la astucia
administrativa sobre la calidad científica e intentan hacer sus
investigaciones y escribir sus libros a contracorriente, a espaldas
casi del medio académico. Los oportunistas, en cambio, lo tienen más
fácil: saben que su futura estabilidad depende de una buena lectura de
los boletines oficiales, de una buena selección de revistas de impacto
donde escribir artículos que casi nadie leerá y de un buen criterio
para asumir los cargos adecuados en los momentos adecuados. Todo eso
puntúa, aun a costa de alejar de la creación intelectual y de la
búsqueda científica. Pero, ¿verdaderamente tiene alguna importancia
esto último en la Universidad antiilustrada que muchos se empeñan en
proclamar como moderna y eficaz?
Los veteranos profesores de
formación humanista que últimamente abandonan las aulas creen que sí.
Por eso se retiran. No obstante, es dudoso que su gesto tenga
repercusión alguna. Para tenerla debería encontrar alguna resonancia en
el entorno en que se produce. No es así. Nuestra Universidad, como
nuestra escuela, es un mero reflejo. La sociedad en la que vivimos no
sólo no tiene intención de compartir los ideales ilustrados, juzgados
ilusorios e inservibles, sino que dispara contra ellos siempre que
puede. Desde el escaño, desde la pantalla, desde el estudio, desde
donde sea. El pensamiento ilustrado no ha demostrado que proporcionara
la felicidad. Y esto se paga.