25 noviembre, 2008

Radiografías

RAFAEL ARGULLOL El fascismo de la posesión inmediata
A excepción de unos cuantos fanáticos que apenas saben a qué se refieren cuando la defienden, fascismo es una palabra insultante usada por unos y otros como arma arrojadiza. En general, incluso por parte de la derecha, es el término más utilizado para descalificar al adversario por sus supuestas tendencias totalitarias. También con frecuencia fascismo es sinónimo de barbarie. Sin embargo, el uso contemporáneo de esta palabra arrastra perfiles confusos pues todavía hoy muchos la emplean acusadoramente para describir hechos inmediatos pero, en el momento de imaginar el escenario, se remiten a una parafernalia ideológica del siglo pasado. Se teme a unos bárbaros y, a falta de otro modelo de referencia, se cree que esos bárbaros volverán con sus esvásticas, sus brazos en alto y sus camisas negras, azules o pardas. Algunos, sin duda, tendrían la cíclica tentación de una mascarada de este tipo. Pero, fuera de una nostalgia más bien patética, su porvenir es escaso pues no queda nada de la atmósfera ideológica ni de la cultura que incubó al anterior monstruo. Por tanto, no es el fascismo histórico el que acecha. No obstante, si el fascismo es una forma de calificar la barbarie actual entonces no podemos albergar demasiadas dudas de que el peligro existe. ¿De dónde proviene? Sólo muy oblicuamente de las grandes doctrinas que prometían al hombre un mundo feliz a través de la superioridad de una raza, una clase social o un estado. Nuestra barbarie contemporánea es reacia a las grandes doctrinas porque un vértigo depredador ni siquiera admite la enunciación de palabras y, mucho menos, de ideas. El nuestro es el fascismo de la posesión inmediata. Su doctrina es tácita, silenciosa, abrumadora: queremos esto y aquello, y lo queremos inmediatamente pues es el botín de guerra que la vida nos ha otorgado. Y quizá sea, en efecto, esta inmediatez en la rapiña lo que conecte al nuevo fascismo con el antiguo. Los viejos fascismos estaban convencidos de que sus ideas justificaban la rapacidad y la conquista mientras los nuevos fascistas también lo encuentran todo justificado si el premio es el disfrute sin dilaciones del objeto o sujeto que se ha prometido. Algunos incautos (incautos con cátedra a menudo) han respaldado durante años la bondad de esta actitud como una modalidad moderna del hedonismo. Naturalmente han olvidado un matiz que lo cambia todo. Si la búsqueda de la posesión es la consecuencia de la aventura y el descubrimiento, el buscador -el auténtico hedonista- se ve inmerso en un juego de derechos y deberes, de transgresiones y límites que le dibujan el territorio vital. Avanza, retrocede, arriesga, gana, pierde: así se crea la geografía íntima del ser humano. Por el contrario, si la posesión se concibe como un derecho de conquista, ilimitado y sin contrapartidas, el depredador jamás se mira en el espejo de sus contradicciones y deberes. Es más que probable que los ritos iniciáticos de las más diversas tradiciones apuntaran en esta dirección. Al anciano, disminuida la fuerza, le esperaba el don de la sabiduría pero al inicio de su vida, como niño, había crecido en la libertad del instinto. Entre ambas edades el adulto había tenido que superar ciertas pruebas destinadas a conocer el delicado equilibrio de los derechos y de los deberes, la mutua dependencia del individuo y la comunidad. Nuestra barbarie, en cambio, ha exteriorizado la figura, antes meramente transitiva, del púber en Adolescente (así en mayúsculas) anulando las demás edades: al niño se le saca a la fuerza de la niñez para que sea pronto el adolescente, al adulto sin contornos contrastados, se le mantiene en la Adolescencia; y al mismo tiempo, negado para la sabiduría, se le recomiendan las payasadas suficientes para simular el retorno a su propia sombra maquillada. El viejo fascismo se recreaba con la efigie, más o menos delicuescente, de un Joven Salvaje que, como Sigfrido en el mito wagneriano, irrumpiría en el horizonte humano para purificarlo y regenerarlo. Todos conocemos perfectamente las consecuencias del trágico manoseo de este mito. La figura favorita del nuevo fascismo es el Adolescente, un protagonista que se caracteriza y es caracterizado por la incapacidad permanente para dibujar su geografía vital. Para ese héroe de nuestro tiempo sólo vale la posesión inmediata pero, de lo contrario, se sume en un estado de sopor o de abulia. Para ese héroe, para esa barbarie nuestra época ha creado un sistema pertinente: una economía de la posesión inmediata. En la medida en que se impone el nuevo fascismo nuestro bienestar, nuestros gustos, nuestros deseos dependen de aquella economía. Naturalmente, en el sentido más estricto, el capitalismo asume y promueve el modelo con su continua exaltación y exhibicionismo de la codicia. El bárbaro habla el lenguaje que los bárbaros puedan entender: compra, posee, ¿cómo dejarías de hacerlo si todo es para ti y sin apenas esfuerzos y para tu eterna felicidad? Y para que ese lenguaje de la depredación dichosa llegue a todos los rincones tenemos la más imponente fábrica de la hermosa mentira, la publicidad, nuestra única religión verdaderamente universal. La felicidad es la propiedad. Un viejo lema de todas las épocas que el bárbaro de la nuestra escucha acelerado: posee rápidamente. Rápido, rápido, fast food en todas direcciones. De acuerdo con este principio, y pese a todas las proclamas, la pornografía desbanca al erotismo en todas las esferas de la vida sensorial y espiritual. La lógica del deseo exige el detenimiento, la apuesta, la responsabilidad de la elección, el descubrimiento de las sensaciones y de los pensamientos. Pero el Adolescente tiene pavor a estos retos y opta inevitablemente por la facilidad pornográfica, por el consumo de lo que se pone de inmediato al alcance de su mano sin necesidad de aventura alguna. Para él se han inventado grandes categorías que quizá también sea oportuno escribir en mayúsculas: la Marcha, la Diversión, el Espectáculo. Cuando se detiene la noria todo parece impregnado de una insondable apatía. ¿Por qué temer a los bárbaros si los bárbaros ya están aquí? Últimamente se multiplican las alarmas. Las ciudades se defienden con nuevas ordenanzas contra lo que los periódicos llaman decorosamente incivismo y que en la mayoría de los casos ha sido la pura y dura instalación de la barbarie durante muchos años en sus calles y en sus noches. Los responsables de educación denuncian tímidamente el acoso escolar cuando hace ya mucho tiempo que el odio a la cultura está activamente pertrechado en muchas escuelas con el cómplice silencio de maestros y padres de familia. Y ha sido necesario que muriera una mendiga en un cajero automático y fueran apalizados unos cuantos indigentes más, para que mucha gente aparentara enterarse de que en la economía de la posesión inmediata el entendimiento exige con frecuencia violencia e incluso crímenes. ¿Así que es posible que haya entre nosotros un fascismo nuevo, bien distinto al anterior, que ha madurado sigilosamente? ¿Y qué es lo que hemos hecho mal, desde nuestra tolerancia y nuestra corrección, si es que hemos hecho algo mal? ¿Por dónde han entrado los bárbaros? Sociólogos y educadores han empezado a explicarse: ha faltado autoridad. Los políticos dicen lo mismo, aunque con la boca pequeña y porque tienden a acusarse unos a otros. Ha faltado autoridad y también, sobre todo, osadía espiritual para saber en qué consistía la autoridad. La tibieza y el miedo proceden de todos los ángulos, con un conservadurismo anticuado y deslegitimado y un progresismo incapaz de hacer frente a sus propios fantasmas. Unos satisfechos prohibiendo y los otros prohibiendo prohibir. La cuestión es saber si nos atreveremos a resistirnos frente a la nueva barbarie y con qué medidas ¿Nos atreveremos, por ejemplo, a ir más allá de las declaraciones moralistas para adentrarnos en el corazón del monstruo? Es fácil proclamar que se necesita otra educación para el futuro lo cual es evidentemente cierto. Pero, ¿no podríamos empezar a legislar contra los aspectos más agresivos de la posesión inmediata? ¿No podríamos poner en jaque alguno de los engranajes que perpetúan la violenta somnolencia del nuevo bárbaro? Está muy bien mejorar la educación futura de los cachorros pero mientras los padres de los cachorros sigan atrapados por los fuegos fatuos la rueda continuará girando en la misma dirección. Se trata, por tanto, de poner palos en la rueda y de atreverse a desenmascarar algo de aquella industria del encantamiento. Los invitados al banquete de la adolescencia perpetua no dejarán de exigir sus dosis diarias de depredación mientras se les siga mostrando que la velocidad en la rapiña es lo ejemplar y deseable. El aspirante a bárbaro -antes de llegar a ser un bárbaro consagrado- es informado de que la salud de un país depende de los beneficios de los bancos o de las ganancias de las inmobiliarias, cifras tan fulminantes como obscenas que, debidamente embellecidas por las imágenes publicitarias, son recibidas como una invitación personal a la captura rápida del botín: haz como nosotros, tómalo todo con prontitud porque nadie te va a pedir cuentas por ello. El mimetismo funciona a la perfección. Posee, bendito, posee. La resistencia a la barbarie significaría compararse a una democracia capaz de poner en evidencia lo contrario: posee, maldito, posee hasta llegar al nihilismo final. Pero para conseguirlo, además de educar para el futuro, deberíamos proponernos radicales Leyes Antimentira. Deberíamos prohibir -sí, prohibir- el exhibicionismo de la codicia: especuladores, ni sois ejemplares ni es legal que utilicéis vuestro dinero en el embellecimiento propagandístico de vuestros obscenas ganancias ni estamos dispuestos a que vuestro engaño se difunda impunemente. Si esperamos a que la mejora de la educación detenga la barbarie podemos encontrarnos con que ya no haya tiempo para tal mejora. Si creemos que los nuevos fascistas están en la calle apalizando mendigos como parte del derecho a la diversión acertaremos una parte del diagnóstico. No obstante, si queremos golpear el corazón de la barbarie antes de que sea demasiado tarde, lo oportuno es empezar a actuar, sin dilaciones, contra los inspiradores de la gran mentira moral de nuestra época: la vida entendida como un botín de guerra que hay que tomar inmediatamente por un derecho de conquista. Que nadie nos has concedido.

17 noviembre, 2008

Allá vamos

JOSÉ LUIS PARDO La descomposición de la Universidad

El "proceso de Bolonia" pretende facilitar la incorporación de los licenciados a la sociedad. En realidad, esconde tras sus promesas un zarpazo que puede ser mortal para las estructuras de la enseñanza pública

Como sucede a menudo en política, la manera más segura de acallar toda resistencia contra un proceso regresivo y empobrecedor es exhibirlo ante la opinión pública de acuerdo con la demagógica estrategia que consiste en decirle a la gente, a propósito de tal proceso, exclusivamente lo que le agradará escuchar. Así, en el caso que nos ocupa, las autoridades encargadas de gestionar la reforma de las universidades que se está culminando en nuestro país -sea cual sea su lugar en el espectro político parlamentario- han presentado sistemáticamente este asunto como una saludable evolución al final de la cual se habrá conseguido que la práctica totalidad de los titulados superiores encuentren un empleo cualificado al acabar sus estudios, que los estudiantes puedan moverse libremente de una universidad europea a otra y que los diplomas expedidos por estas instituciones tengan la misma validez en todo el territorio de la Unión.

Una vez establecido propagandísticamente que el llamado "proceso de Bolonia" consiste en esto y solamente en esto, nada resulta más sencillo que estigmatizar a quienes tenemos reservas críticas contra ese proceso como una caterva de locos irresponsables que, ya sea por defender anacrónicos privilegios corporativistas o por pertenecer a las huestes antisistema del Doctor Maligno, quieren que siga aumentando el paro entre los licenciados y rechazan la homologación de títulos y las becas en el extranjero por pura perfidia burocrática. Vaya, pues, por adelantado que el autor de estas líneas también encuentra deseables esos objetivos así proclamados, y que si se tratase de ellos nada tendría que oponer a la presente transformación de los estudios superiores.

Sin embargo, lo que las autoridades políticas no dicen -y, seguramente, tampoco la opinión pública se muere por saberlo- es que bajo ese nombre pomposo se desarrolla en España una operación a la vez más simple y más compleja de reconversión cultural destinada a reducir drásticamente el tamaño de las universidades -y ello no por razones científicas, lo que acaso estuviera plenamente justificado, sino únicamente por motivos contables- y a someter enteramente su régimen de funcionamiento a las necesidades del mercado y a las exigencias de las empresas, futuras empleadoras de sus titulados; una operación que, por lo demás, se encuadra en el contexto generalizado de descomposición de las instituciones características del Estado social de derecho y que concuerda con otros ejemplos financieramente sangrantes de subordinación de las arcas públicas al beneficio privado a que estamos asistiendo últimamente.

Habrá muchos para quienes estas tres cosas (la disminución del espacio universitario, la desaparición de la autonomía académica frente al mercado y la liquidación del Estado social) resulten harto convenientes, pero es preferible llamar a las cosas por su nombre y no presentar como una "revolución pedagógica" o un radical y beneficioso "cambio de paradigma" lo que sólo es un ajuste duro y un zarpazo mortal para las estructuras de la enseñanza pública, así como tomar plena conciencia de las consecuencias que implican las decisiones que en este sentido se están tomando. De estas consecuencias querría destacar al menos las tres que siguen.

1. La "sociedad del conocimiento".

Este sintagma, casi convertido en una marca publicitaria que designa el puerto en el que han de desembarcar las actuales reformas, esconde en su interior, por una parte, la sustitución de los contenidos cognoscitivos por sus contenedores, ya que se confunde -en un ejercicio de papanatismo simpar- la instalación de dispositivos tecnológicos de informática aplicada en todas las instituciones educativas con el progreso mismo de la ciencia, como si los ordenadores generasen espontáneamente sabiduría y no fuesen perfectamente compatibles con la estupidez, la falsedad y la mendacidad; y, por otra parte, el "conocimiento" así invocado, que ha perdido todo apellido que pudiera cualificarlo o concretarlo -como lo perdieron en su día las artes, oficios y profesiones para convertirse en lo que Marx llamaba "una gelatina de trabajo humano totalmente indiferenciado", calculable en dinero por unidad de tiempo-, es el dramático resultado de la destrucción de las articulaciones teóricas y doctrinales de la investigación científica para convertirlas en habilidades y destrezas cotizables en el mercado empresarial. La reciente adscripción de las universidades al ministerio de las empresas tecnológicas no anuncia únicamente la sustitución de la lógica del saber científico por la del beneficio empresarial en la distribución de conocimientos, sino la renuncia de los poderes públicos a dar prioridad a una enseñanza de calidad capaz de contrarrestar las consecuencias políticas de las desigualdades socioeconómicas.

2. El nuevo mercado del saber.

Cuando los defensores de la "sociedad del conocimiento" (con Anthony Giddens a la cabeza) afirman que el mercado laboral del futuro requerirá una mayoría de trabajadores con educación superior, no están refiriéndose a un aumento de cualificación científica sino más bien a lo contrario, a la necesidad de rebajar la cualificación de la enseñanza superior para adaptarla a las cambiantes necesidades mercantiles; que se exija la descomposición de los saberes científicos que antes configuraban la enseñanza superior y su reducción a las competencias requeridas en cada caso por el mercado de trabajo, y que además se destine a los individuos a proseguir esta "educación superior" a lo largo de toda su vida laboral es algo ya de por sí suficientemente expresivo: solamente una mano de obra (o de "conocimiento") completamente descualificada necesita una permanente recualificación, y sólo ella es apta -es decir, lo suficientemente inepta- para recibirla. Acaso por ello la nueva enseñanza universitaria empieza ya a denominarse "educación postsecundaria", es decir, una continuación indefinida de la enseñanza media (cosa especialmente preocupante en este país, en donde la reforma universitaria está siguiendo los mismos principios pseudopedagógicos que han hecho de la educación secundaria el conocido desastre en que hoy está convertida): como confiesa el propio Giddens, la enseñanza superior va perdiendo, como profesión, el atractivo que en otro tiempo tuvo para algunos jóvenes de su generación, frente a otros empleos en la industria o la banca; y lo va perdiendo en la medida en que el profesorado universitario se va convirtiendo en un subsector de la "producción de conocimientos" para la industria y la banca.

3. El ocaso de los estudios superiores.

No es de extrañar, por ello, que el "proceso" -de un modo genuinamente autóctono que ya no puede escudarse en instancias "europeas"- culmine en el atentado contra la profesión de profesor de bachillerato que denunciaba el pasado 3 de noviembre el Manifiesto publicado en este mismo periódico: reconociendo implícitamente el fracaso antes incluso de su implantación, la administración educativa admite que los nuevos títulos no capacitan a los egresados para la docencia, salida profesional casi exclusiva de los estudiantes de humanidades; pero, en lugar de complementarlos mediante unos conocimientos avanzados que paliarían el déficit de los contenidos científicos recortados, sustituye estos por un curso de orientación psicopedagógica que condena a los profesores y alumnos de secundaria a la indigencia intelectual y supone la desaparición a medio plazo de los estudios universitarios superiores en humanidades, ya que quienes necesitarían cursarlos se verán empujados por la necesidad a renunciar a ellos a favor del cursillo pedagógico.

Todos los que trabajamos en ella sabemos que la universidad española necesita urgentemente una reforma que ataje sus muchos males, pero no es eso lo que ahora estamos haciendo, entre otras cosas porque nadie se ha molestado en hacer de ellos un verdadero diagnóstico. Lo único que por ahora estamos haciendo, bajo una vaga e incontrastable promesa de competitividad futura, es destruir, abaratar y desmontar lo que había, introducir en la universidad el mismo malestar y desánimo que reinan en los institutos de secundaria, y ello sin ninguna idea rectora de cuál pueda ser el modelo al que nos estamos desplazando, porque seguramente no hay tal cosa, a menos que la pobreza cultural y la degradación del conocimiento en mercancía sean para alguien un modelo a imitar.

José Luis Pardo es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.