10 noviembre, 2014

Das Volk

La tribu es un concepto etnológico que se aplica a grupos ligados sanguínea y culturalmente, pero tiene un sentido más amplio que podemos considerar figurado ya que puede referirse también como concepto social para designar la Weltanschauung (cosmovisión) de una sociedad. Una sociedad con sus mitos y sus demonios, una sociedad con su conjunto de afinidades, creencias, valores y rechazos. Algunos conscientes y otros inconscientes. Una sociedad que se considera pueblo elegido por creer ser mejor que las tribus que la rodean es un fenómeno interesante para observar y describir especialmente si uno vive en medio de ella pero no participa de su cosmovisión. Esta es una situación complicada porque uno está rodeado de personas que tienen una conciencia común de destino colectivo, de percepción de una historia épica y conflictiva curtida en el sufrimiento y en la resistencia. Es difícil oponerse a esta visión que se enraíza en el mito ancestral de un tiempo puro antes de la llegada de los opresores.

El pueblo –que sufre la opresión y la explotación en su conciencia- es consciente de la injusticia cósmica que se ha hecho con él. ¿Cómo no va a ser así si todos sienten del mismo modo? Y tienen los mismos valores y mitos Un pueblo así tiende a la uniformidad sentimental, a las vibraciones colectivas compartidas, a los colores, a las banderas, a los himnos, a la percepción común de una realidad inequívoca para la que se genera un lenguaje lleno de tautologías y demostraciones que no dan lugar a ninguna duda. Los mejores dialécticos de la tribu tejen un argumentario tan sólido que es imposible no creer que es la única visión posible. Fuera de ella, solo está la maldad del enemigo exterior que busca por todos los caminos la destrucción y el aniquilamiento del ethos colectivo. El ser individual forma parte de un organismo superior que lo engloba, que lo integra dándole sentido en el caos del mundo, y le ayuda a resistir frente a la malignidad exterior del opresor. El nosotros nunca es atacante, no, siempre actúa con justicia y en propia defensa, la defensa de la dignidad. El nosotros es débil ante la brutalidad del enemigo, así que solo queda como fuerza la unidad, la homogeneidad, la vibración común ante la fuerza tosca y grosera del enemigo que es despreciado porque el nosotros colectivo se sabe mejor en todos los sentidos que ese agresor atávico y reaccionario al que hay que enseñar a despreciar desde todos los frentes, en especial en las escuelas donde se forman los cachorros de la tribu. Hay que hacerles sentir especiales, hay que educar a los hijos en el sentimiento de Patria grande, una patria cálida y acogedora que tiene por delante un destino que hay que forjar. El futuro es de la tribu y hay que alcanzarlo con unidad y astucia, hay que engañar a ese enemigo pérfido que en el fondo es ignorante y elemental.

Todo vale en la batalla. Cualquier arma es buena si es alzada por los ideólogos de la tribu. Y hay que crear una tupida malla de defensa que exorcice a los traidores, a los colaboradores con el enemigo... frente a los cuales solo queda el desprecio y el desdén. Y si algún día el enemigo en una nueva maniobra distractora quiere ganárselos concediéndoles premios o prebendas, hay que reaccionar al unísono. Del enemigo no se quiere ningún regalo, se renuncia a sus caramelos, se los desprecia, se arrojan lejos con altivez. Lo que simboliza el enemigo, esa entidad brutal que tanto daño ha hecho como colectivo, es objeto de burla, de ridiculización, de mofa para que ningún cachorro de la tribu sea tan mezquino de quererse identificar con sus valores. Y ese mismo nombre de la nación enemiga hay que evitarlo, hay que cosificarlo como algo feo, desagradable, cargarlo de emociones negativas frente al dulce nombre de la patria que representa la racionalidad, la hermosura, la justicia, la pureza inmarcesible, la felicidad de una vida libre en el momento que se pueda deshacer de esa bota grosera y rústica, cuartelaria, fascista.

"Y el momento decisivo va llegando, la historia se abrirá a la racionalidad entre dolores de parto... Pronto nos desharemos de ellos y estaremos solos con nuestro destino entre nuestras manos. Y ese día será feliz, reinará el arco iris, habrá helado en todos los hogares todos los días, y nuestra patria será dichosa, libre, rica, justa, democrática, pura. El tiempo se está acercando a lo irremediable pero nuestra fuerza y nuestra astucia se impondrá ante la conciencia mundial de que nuestra voluntad es ser libres y no esclavos. Todo lo que hemos hecho en la historia ha sido ejercer dicha astucia ante un enemigo deforme y feo al que hemos engañado sistemáticamente. Cuando era más fuerte que nosotros, simulábamos complacerlo para obtener beneficios que llegaban a nuestras arcas; cuando el enemigo intentó racionalizarse, simulamos también el pacto para distraerlo, y cuando el enemigo se ha hecho débil y nosotros hemos crecido, es el momento de impulsar la historia hacia la libertad y empujarlo con desdén hacia la nada pues nada tiene en su alma de destructor de pueblos a los que quiso sojuzgar. Ahora es la hora de decidir, de avanzar como pueblo, como conciencia cívica y colectiva. Ahora es la hora de aplastar todo lo que se oponga a nuestro avance. Nuestra artillería conceptual, nuestras asociaciones, nuestra red organizada de resistencia está forjada y funcionando a plena velocidad. Las hoces deben cortar cabezas, no físicas sino intelectuales, decapitar todo pensamiento anómalo que se escape de lo que quiere el Volk que ya a paso decidido se encamina hacia el horizonte luminoso y lleno de color que es la Independencia".



19 agosto, 2014

La clave lingüística

Encadenados a un solo lenguaje
ABC | J. A. González Sainz
Toda catástrofe política empieza siempre por una catástrofe lingüística. De la misma forma que toda creación tiene su comienzo en el verbo, todo derrumbe presupone también un derrumbe lingüístico. Sin derrumbe previo de lenguaje, mal puede seguir nada luego desmoronándose. Nada social, se entiende. Sin creación de lenguaje, difícil lo tiene asimismo una creación. Las cosas sociales se crean y se destruyen empezando por el lenguaje y cualquier operación de derribo político implica una operación anterior de derribo lingüístico.
Catástrofe quiere decir desastre, destrucción, y asimismo «trastorno moral grave» y «cosa muy mal hecha». Toda «cosa muy mal hecha» socialmente, por tanto, empieza siendo cosa muy mal hecha lingüísticamente, y todo «trastorno moral grave» social, un trastorno lingüístico. Añade Moliner en la voz catástrofe: «suceso en que hay gran destrucción y muchas desgracias, como en un accidente ferroviario grave».
Es fenómeno conocido que los políticos, no sólo de este catastrófico país, hacen un uso desmedido y fementido de metáforas. Lo mismo que hay quien sale por peteneras, los políticos salen por metáforas: es su cante popular. Con ellas describen, analizan, prometen o hacen balance. También amenazan. La amenaza de los nacionalistas catalanes, como no podía ser menos, nos llega con una metáfora, la del choque de trenes. Si no nos dan lo que queremos los nacionalistas, que es la traducción del uso metafórico que ellos hacen del «diálogo», se producirá un «choque de trenes», un «accidente ferroviario grave», como en el ejemplo de Moliner, un suceso en que habrá «gran destrucción y muchas desgracias».
«Se producirá», «habrá»: como si se tratase de un desastre natural y no de un trastorno provocado, como si, en el caso de producirse, no fuere debido a que, por seguir en la metáfora, un tren iba contumazmente en sentido contrario al hasta ahora. El desastre natural exime de toda responsabilidad; el provocado no. ¿Pero cómo hemos podido llegar hasta aquí?, nos preguntamos al llegar a unas alturas de vértigo; ¿cómo hemos llegado a que nos amenacen con «gran destrucción y muchas desgracias»? Vargas Llosa se lo preguntaba recientemente recordando sus años barceloneses. A comienzos de los setenta, cuando vivió en Barcelona, había nacionalistas catalanes, cómo no, pero uno podía pasar allí cinco años sin conocer a ninguno. ¿Cómo una minoría tan pequeña ha llegado a tanto?, se interrogaba.
Todo empieza siempre por unos pocos, y todo empieza por el lenguaje. Porque esas «inexactitudes, fantasías, mitos, mentiras y demagogias» con que Vargas describe al nacionalismo catalán son, en primer lugar, lenguaje, creación de lenguaje. Goebbels lo supo bien y fabricó lingüísticamente a Hitler y a su movimiento. Al igual que los nacionalistas catalanes, los falangistas fueron en su origen un puñado con un nuevo lenguaje vibrante y, de los nacionalsocialistas alemanes, cuánta gente no recordaría después, echándose las manos a la cabeza, que no eran más que un «pequeño club irrisorio que nadie tomaba en serio».
No sé si Vargas estaría aún en Barcelona cuando las manifestaciones en que se coreaba «Libertad, amnistía, estatut de autonomía». Lo escribo así, en parte en español y en parte en catalán, porque era lo que mayormente se gritaba. O, más bien, lo que decíamos muchos eran cosas como «libertad, amnistía y una tía (o un tío) cada día». Éramos así de chulos. Y así nos ha ido. Lo del estatuto nos traía al pairo a los manifestantes del montón, para quienes los nacionalistas no eran más que un club irrisorio y retrógrado. Pero les hicimos eco con nuestras gracias, el caldo gordo, como luego ha seguido haciendo la izquierda desde entonces «cavando su propia tumba y minando la democracia», como bien dice ahora Cercas. Por cierto, cabría preguntarse por qué, en el lema de aquellas manifestaciones, no figuraba, como parecería lógico y necesario en aquellas fechas, la palabra democracia.
Pues bien, en esos primeros setenta, Jean Pierre Faye publicó un extraordinario volumen sobre los lenguajes totalitarios traducido en seguida al español. Como su extraordinariedad no atañía sólo al contenido sino a su tamaño, mil páginas grandotas, el libro pasó desapercibido y pronto se retiró del mercado. Una lástima, porque sus análisis del lenguaje hitleriano suministran claves, con las distancias que hacen al caso, para nuestras cuestiones. Una de ellas consiste en que el nacionalsocialismo no sólo utilizaba un determinado lenguaje, sino que conseguía hacer hablar a los demás con sus palabras, inducirlas en los otros.
Desde «Estado español» en lugar de España o esos adjetivos que le ganan la plana al sustantivo, como en «lengua propia» o «discriminación positiva», hasta el reciente «derecho a decidir», sintagma chusco en una democracia donde se decide continuamente según las reglas que la hacen ser tal, los nacionalismos realmente existentes en nuestro país han ido imponiendo su verbo. Con su martilleo continuo y la generación de un eco, han inoculado en los demás, sin mayor oposición ni reserva, vocablos y sintagmas, ortografías y conceptos por zarrapastrosos y zopencos que sean. Hasta la Audiencia nacional, véase la sentencia del caso Faisán, habla su lenguaje: el soplo a la red de extorsión de ETA, dice, no pretendió «entorpecer el proceso en marcha para lograr el cese de la actividad de ETA». «Proceso» y «actividad» son, así utilizadas, palabras de ese lenguaje, de su práctica de sustitución por sustantivos abstractos de cosas y hechos de evidente concreción. La «actividad» de ETA son sus crímenes, y el «proceso» es como llaman al conjunto de prácticas sustitutivas de las propias de la democracia. La «trascendencia del incidente», llamaba, como vio Santiago González, un editorial que comentaba esa sentencia a «las consecuencias del delito». «Figuras», «siluetas», mandaban quemar las SS en los campos de Polonia.
Si decimos «actividad», «incidente» o «figura» en lugar de crimen, delito o asesinado, nos hemos pasado a otro lenguaje y es ahí, en ese paso y ese ámbito, donde el nacionalismo ha ganado y sigue ganando sus batallas antes que en ningún otro. Han triunfado con un discurso cuyas «inexactitudes, fantasías, mitos, mentiras y demagogias» no sólo no han sido óbice para su avance sino una de sus mayores bazas. Porque quizá no baste constatar que «la distancia entre el discurso y la realidad se ha hecho abismal», como dice Gregorio Morán en su «La decadencia de Cataluña», pues a ese abismo y a ese discurso están encadenados hoy no sólo los nacionalistas. La realidad es también producto del lenguaje, y nada dice pues contra ella el hecho de que no haya existido jamás. Hasta que la catástrofe con que nos amenaza su usurpación por el relato nacionalista no nos estampe su estafa con «gran destrucción y muchas desgracias» para todos.
J. A. González Sainz, escritor.


26 febrero, 2014

En el recuerdo, para siempre

"Cuando yo era un niño, el flamenco era sólo la música de mi gente, del pueblo andaluz. La música de los patios, de las noches sin fin, del vino y de la pobreza. Era la música de mi padre, que solía regresar al amanecer, con su guitarra a la espalda y dos duros en los bolsillos, lo suficiente para nuestro aceite de oliva y pan para el desayuno. Era también la música de mis vecinos, su consuelo, sus recuerdos y, a veces, era el espectáculo curioso que organizaban en sus casas los caballeros del sur -señoritos-en sus fiestas. Eso era todo. Ahora, ese sonido, se ha extendido por todo el mundo, incluyendo aquí, en Berklee. Hoy, el flamenco, se honra en las más importantes escuela de música del mundo. No puedo más que sentir que, más allá del orgullo y del honor, esta celebración es un triunfo de la revolución. Gracias, muchas gracias por este honor. Legitima las cosas que he estado defendiendo toda mi vida. Cuando se es reconocido por el conocimiento y el entendimiento nadie lo pone en duda. Muchas gracias".

30 enero, 2014

¿Va a durar mucho este 2014?

QUIEN no tenga una idea más o menos precisa de “la cuestión catalana” acaso no la tenga tampoco de “la cuestión española”. Recordar este entrecomillado de Azaña es como mentar la soga en casa del ahorcado, que es lo que parece vienen haciendo los políticos secesionistas, ponerse una soga en el cuello de Cataluña. Claro que Cataluña no deja de ser el cuello de España.
Podríamos formular lo que sigue de tres maneras: 1. De qué estamos hablando: 2. De qué vamos a hablar; y 3. Ya está todo hablado. En realidad hemos llegado a un punto en que muchos, tanto si desean hablar de la “cuestión catalana” en un sentido o en otro, a favor de la famosa consulta o en contra, prefieren mezclar las tres cuestiones, con excitante confusión.
1. De qué estamos hablando. Hablamos de que una parte de España ha decidido por su cuenta separarse del todo. Si no lo ha entendido uno mal, los secesionistas lo han presentado de la manera más ventajosa para ellos: como un divorcio. ¿Qué ventajas tiene presentarlo de ese modo? La principal es la de hacer creer que se trata de dos partes, más o menos simétricas y soberanas. Cataluña podría, así, al fin, mirar de tú a tú a España, incluso, ¿por qué no?, por encima del hombro. Hace uno o dos meses un jerarca catalán que exportaba el congreso España contra Cataluña a Holanda, afirmó en una de sus universidades que la cultura catalana actual era ya, a día de hoy, muy superior a la española. Lo hizo después de afirmarse allí que Cataluña había sufrido desde 1714 media docena de atropellos violentos. Se trae esto a la colada, porque una vez que se ha admitido que estamos ante un divorcio, la vía más rápida para justificarlo es la de los malos tratos sufridos, presentando al consorte, la España plural, como Una (Grande y Libre), hidra franquista a la que podrá cortársele la cabeza de un solo tajo.

Pero más que de un divorcio parecería que se trata de un pro indiviso, España, de la que forman parte otros muchos propietarios e inquilinos, andaluces, vascos, castellanos, navarros, gallegos, etc, cada cual con sus problemas propios y su idiosincrasia. Para ser exactos, 17+2. En vez de pensar en un matrimonio, pensemos en un inmueble. Un inmueble que hemos levantado entre todos. Los políticos secesionistas han pensado que Cataluña, que por razones históricas y económicas no siempre equitativas y otras justificadísimas ocupa de ese inmueble zonas privilegiadas (algunos de los locales comerciales más codiciados, acceso exclusivo a zonas verdes, la sede del club náutico y, por supuesto, una buena porción de la planta noble), puede quedarse con ellas, dejando al resto de los propietarios por su mala cabeza y su haraganería la escalera de servicio, pisos superiores, buhardillas y, naturalmente, el tejado, con el tácito mandato de que cuiden de las goteras.
Es comprensible, dentro de la ficción que es todo nacionalismo, que alguien crea que, por el hecho de haber usado en exclusividad esas partes de la casa durante muchos años, estas le pertenecen. Pero habrá de convencer al resto de los propietarios de ello. No estando aquí ante un problema de pareja, pues, sino en una comunidad de vecinos, lo importarte no es quererse (aunque desde luego es bonito ir repartiendo besos en el ascensor cada vez que se entra en él), sino llevarse lo mejor posible. Ahora, arrebatar parte del inmueble, el uso de algunas zonas comunes y el derecho a decidir sobre el conjunto sólo porque “Cataluña no se siente querida” y afirmar que, puesto que “no me quieren, me maltratan”, no deja de ser una forma romántica de entender la propiedad privada y sobre todo la ajena.
2. De qué vamos a hablar. En un primer momento se hizo de asuntos fiscales, o sea de gastos comunitarios, derramas y esas cosas de las que se habla en las juntas de comunidad. Como había una gran disparidad de criterios entre los propietarios, dieron en creer los nacionalistas catalanes, o en hacer creer, que se les atropellaba no en tanto que vecinos, sino en tanto que catalanes, y sólo entonces empezaron a circular su identidad y a tirar de manual de agravios, pero al hacerlo, se tropezaron con un gran escollo, los Estatutos de la Comunidad, conocidos también con el nombre de Constitución, un río que había sido hasta ese momento navegable para todos, incluidos ellos.
Los secesionistas urgieron, pues, cambiar la Constitución, y poner este cambio en el orden del día, antes que otros asuntos acaso más acuciantes e importantes para todos, incluidos ellos: paro, corrupción política, recortes… y en tanto llegara ese día, poner en dique seco el barco, o sea Cataluña. Convencidos de que un barco como ese, de tan grandísimo calado, merece aguas más profundas y océanos que lo lleven lejos, empezaron a echar cientos de mensajes en botellas al Mare nostrum, (nostrum, nostrum, parece que oigamos), tal vez sin pensar en la ponzoñosa melancolía que podría sobrevenirles si esos mensajes no obtenían respuesta.
Pero no sólo hablan de la Constitución los secesionistas, sino otros que no lo son en absoluto y que se encuentran, como suele decirse, entre dos aguas. Viendo estos últimos todo ese lío del barco y tratando de persuadirles de que no larguen velas, empezaron a hablar de mejoras por lo demás deseables: drenar el fondo del río de los lodos acumulados, etc. (ahorremos al lector los pormenores de la metáfora). Inútil. Así se lo han hecho saber los secesionistas: “Llegáis tarde. Agradecemos vuestra buena voluntad federal, pero tenemos ya el aparejo presto; sólo esperamos que suba la última gran marea popular para poder zarpar. ¿Adónde? Ya se irá viendo”.
3. Ya está todo hablado. Se supone que en este apartado se encuentran únicamente aquellos que, frente a los pilotos de altura y los marineros de agua dulce, no quieren cambiarla en absoluto, por encontrarse cómodamente en una tierra tan firme como la Constitución. Aunque es cierto que estos papistas de la Constitución tienen un buen argumento (¿Cómo vamos a hablar de la Constitución con quienes han decidido prescindir de ella?), esa tierra es engañosamente firme: basta reconocer la creciente desafección popular hacia la monarquía. Sin embargo hay algo en todo esto que no parece cuadrar: ¿por qué los secesionistas, que también parecen tenerlo ya todo hablado entre sí, reclaman con tanta insistencia una reunión de vecinos, o ni siquiera, una reunión sólo con el presidente de la comunidad, al margen de los vecinos? No es posible que crean o esperen que España firme de mil amores los famosos papeles de su divorcio, o lo que presentan como tal, dando por bueno el originalísimo reparto de gananciales que presumiblemente podrían presentar. ¿Entonces? “En privado, Mas admite que la consulta no se hará”, acaba de afirmar una de las contramaestres constiturreformistas. ¿Será todo acaso un vodevil?
Y aquí estamos los pobres desgraciados que creemos que la gran cultura catalana no puede ser superior a la española, ni al revés, porque nada puede ser superior o inferior a sí mismo. Claro que asistimos atónitos al espectáculo, encogidos por no saber si será de los que acaban en vísperas sicilianas o en la función del bombero torero. ¿Qué ocurrirá cuando Cataluña, subida a una banqueta, despierte de ese sueño real o fingido? ¿Qué, cuando los 17+2 adviertan que pueden dejar de respirar si finalmente Cataluña pierde pie? No lo sabe nadie, pero si no fuese porque no habla uno en nombre propio, sino en el de aquellos que tienen derecho a heredar lo que se construyó entre todos, le entrarían a uno ganas de dejar su parte infinitesimal y usufructuaria de buhardilla y lanzarse a vivir a la intemperie, libre de estos enconos eviternos, agotadores y bastante mezquinos.
Andrés Trapiello
[Publicado en El País el 29 de enero de 2014]