Encadenados a un solo lenguaje
ABC | J. A. González Sainz
Toda catástrofe
política empieza siempre por una catástrofe lingüística. De la misma forma que
toda creación tiene su comienzo en el verbo, todo derrumbe presupone también un
derrumbe lingüístico. Sin derrumbe previo de lenguaje, mal puede seguir nada
luego desmoronándose. Nada social, se entiende. Sin creación de lenguaje,
difícil lo tiene asimismo una creación. Las cosas sociales se crean y se
destruyen empezando por el lenguaje y cualquier operación de derribo político
implica una operación anterior de derribo lingüístico.
Catástrofe quiere decir
desastre, destrucción, y asimismo «trastorno moral grave» y «cosa muy mal
hecha». Toda «cosa muy mal hecha» socialmente, por tanto, empieza siendo cosa muy
mal hecha lingüísticamente, y todo «trastorno moral grave» social, un trastorno
lingüístico. Añade Moliner en la voz catástrofe: «suceso en que hay gran
destrucción y muchas desgracias, como en un accidente ferroviario grave».
Es fenómeno conocido
que los políticos, no sólo de este catastrófico país, hacen un uso desmedido y
fementido de metáforas. Lo mismo que hay quien sale por peteneras, los
políticos salen por metáforas: es su cante popular. Con ellas describen,
analizan, prometen o hacen balance. También amenazan. La amenaza de los
nacionalistas catalanes, como no podía ser menos, nos llega con una metáfora,
la del choque de trenes. Si no nos dan lo que queremos los nacionalistas, que
es la traducción del uso metafórico que ellos hacen del «diálogo», se producirá
un «choque de trenes», un «accidente ferroviario grave», como en el ejemplo de
Moliner, un suceso en que habrá «gran destrucción y muchas desgracias».
«Se producirá»,
«habrá»: como si se tratase de un desastre natural y no de un trastorno provocado,
como si, en el caso de producirse, no fuere debido a que, por seguir en la
metáfora, un tren iba contumazmente en sentido contrario al hasta ahora. El
desastre natural exime de toda responsabilidad; el provocado no. ¿Pero cómo
hemos podido llegar hasta aquí?, nos preguntamos al llegar a unas alturas de
vértigo; ¿cómo hemos llegado a que nos amenacen con «gran destrucción y muchas
desgracias»? Vargas Llosa se lo preguntaba recientemente recordando sus años
barceloneses. A comienzos de los setenta, cuando vivió en Barcelona, había
nacionalistas catalanes, cómo no, pero uno podía pasar allí cinco años sin
conocer a ninguno. ¿Cómo una minoría tan pequeña ha llegado a tanto?, se
interrogaba.
Todo empieza siempre
por unos pocos, y todo empieza por el lenguaje. Porque esas «inexactitudes,
fantasías, mitos, mentiras y demagogias» con que Vargas describe al
nacionalismo catalán son, en primer lugar, lenguaje, creación de lenguaje.
Goebbels lo supo bien y fabricó lingüísticamente a Hitler y a su movimiento. Al
igual que los nacionalistas catalanes, los falangistas fueron en su origen un
puñado con un nuevo lenguaje vibrante y, de los nacionalsocialistas alemanes,
cuánta gente no recordaría después, echándose las manos a la cabeza, que no
eran más que un «pequeño club irrisorio que nadie tomaba en serio».
No sé si Vargas estaría
aún en Barcelona cuando las manifestaciones en que se coreaba «Libertad,
amnistía, estatut de autonomía». Lo escribo así, en parte en español y en parte
en catalán, porque era lo que mayormente se gritaba. O, más bien, lo que
decíamos muchos eran cosas como «libertad, amnistía y una tía (o un tío) cada
día». Éramos así de chulos. Y así nos ha ido. Lo del estatuto nos traía al
pairo a los manifestantes del montón, para quienes los nacionalistas no eran
más que un club irrisorio y retrógrado. Pero les hicimos eco con nuestras
gracias, el caldo gordo, como luego ha seguido haciendo la izquierda desde
entonces «cavando su propia tumba y minando la democracia», como bien dice
ahora Cercas. Por cierto, cabría preguntarse por qué, en el lema de aquellas
manifestaciones, no figuraba, como parecería lógico y necesario en aquellas
fechas, la palabra democracia.
Pues bien, en esos
primeros setenta, Jean Pierre Faye publicó un extraordinario volumen sobre los
lenguajes totalitarios traducido en seguida al español. Como su
extraordinariedad no atañía sólo al contenido sino a su tamaño, mil páginas
grandotas, el libro pasó desapercibido y pronto se retiró del mercado. Una
lástima, porque sus análisis del lenguaje hitleriano suministran claves, con
las distancias que hacen al caso, para nuestras cuestiones. Una de ellas
consiste en que el nacionalsocialismo no sólo utilizaba un determinado
lenguaje, sino que conseguía hacer hablar a los demás con sus palabras,
inducirlas en los otros.
Desde «Estado español»
en lugar de España o esos adjetivos que le ganan la plana al sustantivo, como
en «lengua propia» o «discriminación positiva», hasta el reciente «derecho a
decidir», sintagma chusco en una democracia donde se decide continuamente según
las reglas que la hacen ser tal, los nacionalismos realmente existentes en
nuestro país han ido imponiendo su verbo. Con su martilleo continuo y la
generación de un eco, han inoculado en los demás, sin mayor oposición ni reserva,
vocablos y sintagmas, ortografías y conceptos por zarrapastrosos y zopencos que
sean. Hasta la Audiencia nacional, véase la sentencia del caso Faisán, habla su
lenguaje: el soplo a la red de extorsión de ETA, dice, no pretendió «entorpecer
el proceso en marcha para lograr el cese de la actividad de ETA». «Proceso» y
«actividad» son, así utilizadas, palabras de ese lenguaje, de su práctica de
sustitución por sustantivos abstractos de cosas y hechos de evidente
concreción. La «actividad» de ETA son sus crímenes, y el «proceso» es como
llaman al conjunto de prácticas sustitutivas de las propias de la democracia.
La «trascendencia del incidente», llamaba, como vio Santiago González, un
editorial que comentaba esa sentencia a «las consecuencias del delito». «Figuras»,
«siluetas», mandaban quemar las SS en los campos de Polonia.
Si decimos «actividad»,
«incidente» o «figura» en lugar de crimen, delito o asesinado, nos hemos pasado
a otro lenguaje y es ahí, en ese paso y ese ámbito, donde el nacionalismo ha
ganado y sigue ganando sus batallas antes que en ningún otro. Han triunfado con
un discurso cuyas «inexactitudes, fantasías, mitos, mentiras y demagogias» no
sólo no han sido óbice para su avance sino una de sus mayores bazas. Porque
quizá no baste constatar que «la distancia entre el discurso y la realidad se
ha hecho abismal», como dice Gregorio Morán en su «La decadencia de Cataluña»,
pues a ese abismo y a ese discurso están encadenados hoy no sólo los
nacionalistas. La realidad es también producto del lenguaje, y nada dice pues
contra ella el hecho de que no haya existido jamás. Hasta que la catástrofe con
que nos amenaza su usurpación por el relato nacionalista no nos estampe su
estafa con «gran destrucción y muchas desgracias» para todos.
J. A. González Sainz, escritor.
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