El
milagro del sol
“El milagro del sol, anunciado por Nuestra Señora de Fátima en varias
ocasiones, fue un acontecimiento extraordinario que tuvo lugar el 13 de octubre
de 1917 en la campiña de Cova da Iria, cerca de Fátima, Portugal, atestiguado
por entre 30.000 y 45.000 testigos, según Avelino Almeida, que escribía para el
periódico portugués O’Século, y un máximo de 100.000, estimados por el doctor
Joseph Garrett, profesor de la Universidad de Ciencias Naturales de Coimbra,
ambos presentes ese día. Según varias declaraciones de testigos, después de una
llovizna se despejó el cielo y el sol lució como un disco opaco que giraba en
el cielo, oscilando en dirección a la Tierra trazando un patrón de zig-zag (…)
Atemorizadas, algunas personas que observaban esto creyeron llegado el fin del
mundo. Los testigos aseguraron también que el suelo y sus ropas, que habían
estado mojados por la lluvia, se habían secado completamente. (…) El fenómeno
tampoco estuvo supeditado al tiempo y el espacio, ya que el papa Pío XII vio el
milagro del sol 37 años después, en 1950 y desde los jardines del Vaticano,
como confirmación del Cielo en un momento decisivo en el cual él iba a
proclamar un dogma ex catedra”.
Con el respeto debido a las personas que creyeron y creen aún en el
carácter sobrenatural de aquel fenómeno, hay algo en todo él que recuerda a lo
que está sucediendo ahora en Cataluña: millones de personas (de errática
cuantificación también) parecen estarse allí viendo girar el sol, un sol
catalán desde luego, que amenaza con caer sobre el resto de España,
aniquilándola al tiempo que aniquilándose, por aquello que recordaba Sancho
Panza: “Si da el cántaro en la piedra o la piedra en el cántaro, mal para el
cántaro”.
Como entonces, doctores de reputadas universidades han encontrado bases
científicas para acreditar el nacionalismo y un número indeterminado de
intelectuales y artistas han desenterrado también razones emocionales con las
que hormigonar al pueblo, así como una legión de publicistas que difunden unas
y otras, resumidas en el hoy célebre “derecho a decidir” como dogma igualmente ex catedra.
Sobre la legitimidad o ilegitimidad de este derecho ha habido en este
periódico sobradas opiniones de personas mucho más cualificadas que uno, de
modo que podemos dejarlo de momento a un lado, no sin declarar de paso el
pálpito de todos aquellos corazones que sin ser catalanes aseguran tener
también el mismo derecho a decidir en ese asunto.
Otra de las similitudes de lo que está ocurriendo con aquel “milagro del
sol” la tenemos en lo que se conoce como la espiral de los acontecimientos:
estos no solo avanzan girando sobre sí mismos, sino que se aceleran a medida
que se aproximan al centro u ombligo, arrastrando a él y devorando todo cuanto
alcanzan a su paso, instituciones, protocolos, constituciones, tratados, ideas,
personas, dando lugar a nuevos acontecimientos. Acaso por eso se ha dicho con
razón que las aspiraciones que parecían inalcanzables y utópicas hace solo
cuatro años se han devaluado a mayor velocidad que el marco alemán de
entreguerras, y así los mismos nacionalistas que hace cuatro años suspiraban
por las cebollas de Egipto de un concierto fiscal o una solución federal para
sus aspiraciones de autogobierno, hoy, impulsados por el viento de los
ventiladores que ellos mismos han pagado y colocado en su popa, los reputan de
despreciables cantos de sirena y los desdeñan.
Así es como se ha llegado, formando parte
de la misma sugestión, a creer que el “derecho a decidir” es ya una
independencia in pectore, dando por hecho y
fuera del orden natural de las cosas que no será aceptado ningún otro resultado
que el de la independencia, toda vez que ese derecho solo podrán ejercerlo los
catalanes, a ser posible independentistas (el recuerdo de los referéndums secesionistas
canadienses perdidos o la suspensión de la autonomía del Ulster planea sin
embargo sobre la realidad como la corneja que ensombreció al Cid con sus malos
agüeros).
Que esa ficción es legítima, en tanto que ficción, no le cabe la menor duda
a nadie. Pero resulta extraño, al menos para uno, la poca previsión o el fingir
que más allá del derecho a decidir, el pueblo catalán (no vamos a entrar ahora
en el peliagudo asunto ese de definir quién o qué es pueblo y quién o qué es
catalán) hallará tras el proceso independentista un amanecer radiante (casi
falangista, estamos tentados de decir), un sol que habrá dejado de girar
iluminando al pueblo elegido como jamás lo había hecho antes en parte alguna.
Sea, concedamos: Cataluña ha decidido ya, como no podía ser de otro modo,
su independencia. Lo ha logrado prodigiosamente al margen de la legalidad
constitucional y los tratados de la Unión, que se rendirán como ante milagro,
rodilla en tierra. Concedamos también que el resto de los españoles, muchos de los
cuales se sentirán expoliados, lo aceptan impávidos y sin resentimiento (y en
el mejor de los escenarios posibles: nada de boicoteo a los productos
catalanes, el Barça jugando la Liga española y puestos fronterizos, los
imprescindibles).
Claro que habrá algunos pequeños inconvenientes. ¿En qué gran proceso no
los ha habido? El primero, el de la nacionalidad. Algunos nacionalistas hablan
ya de conceder doble nacionalidad a quienes no quieran perder la española, pero
no se ha dicho nada de aquellos que se resistan a tener la catalana (habrá que
persuadirlos) ni de aquellos otros que, viviendo fuera de Cataluña, quieran ser
catalanes (con derecho a voto). La moneda: se le dará un nombre apropiado y
significativo y será una moneda fuerte, pese a las reticencias de algunos
mercados (habrá que persuadirlos). La lengua, asunto para entonces casi
irrelevante: el catalán será la oficial, y el castellano, en la intimidad. Lo
del Ejército parece solventado: como Suiza, algo simbólico, tal vez unas
docenas de guardias para el Vaticano (después de la canonización de los 500
mártires de la Cruzada, “en su mayor parte catalanes”, como recordó una de las
autoridades catalanas asistentes al acto, las relaciones con el Vaticano son
inmejorables). La salida de la Guardia Civil, policía y diferentes funcionarios
del Estado del territorio catalán creará una pequeña inflación en el
funcionariado catalán, que se corregirá sin duda en poco tiempo.
Financiación de la deuda: el carácter
pacífico, ejemplar y milagroso del proceso habrá generado una gran confianza en
todos los mercados, que acudirán jubilosos en masa, paliando así el grave
problema del paro del periodo preindependentista, ocasionado por el cerrilismo
del Estado español y la obstrucción al “derecho a decidir”. Lo mismo puede
decirse de las empresas que suspirarán por radicarse en Cataluña, corrigiendo
el mal efecto de las que la abandonaron cobardemente tal y como habían anunciado
(no obstante, también persuadirlas). Aunque Dalí legara su museo al Estado
español y no a la Generalitat, los españoles entenderán que al surrealismo de
Dalí fuera de Figueras podría sucederle lo que al vino Albariño más allá del
puerto de Manzaneda, de modo que el Estado español se avendrá buenamente a
dejarlo donde está; lo mismo que todas sus dependencias, millones de metros
cuadrados en zonas privilegiadas de sus ciudades, como delegaciones
gubernamentales y cuarteles, que a falta de Ejército, se destinarán a Centros
Nacionales de Persuasión.
Y por supuesto, en ese horizonte las nuevas autoridades catalanas no
contemplan ninguna hostilidad comercial, financiera, industrial de su vecina
España, que, persuadida del espíritu solidario de los independentistas, se
abstendrá de competir con Cataluña en asuntos que han sido de su exclusividad
tradicionalmente (el cava, los telares, la política portuaria del Mediterráneo,
los Juegos Olímpicos, la industria editorial en español o la corchotaponera, el
cava). Etcétera. Ni que decir tiene que la espiral de los hechos avanza en
paralelo a la espiral de la sugestión colectiva; a más velocidad de aquellos,
más se incrementa esta, sin saber, llegados a un punto, cuál de las dos
espirales implementa a cuál.
Un día la visión se desvanecerá y muchos se preguntarán: ¿qué vimos? Y
otros: ¿estábamos ciegos? Tal vez ese día alguien recuerde que, en efecto,
antes de la independencia los catalanes pagaban más (como los madrileños, por
cierto) no porque fuesen catalanes, sino porque eran más ricos; y que estos,
los ricos, no se sabe cómo sugestionaron a tantas gentes haciéndoles creer
durante un tiempo, hasta que llegó la independencia, que antes que pobres eran
catalanes. Lo probable es que después de la independencia estos mismos vuelvan
a ser lo que siempre fueron: antes que catalanes, pobres.
Andrés Trapiello es escritor.
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